Todos los días leo, escucho, e inclusive soy de quienes hacemos comentarios sobre la pésima gestión de los políticos; sobre la ineficiencia de nuestras instituciones públicas, (la minoría se salva de tal afirmación); o de las fallas de la justicia en nuestro país.
Específicamente en Bogotá, veo cómo todos nuestros problemas se los achacamos, por ejemplo a la Policía, a los transportadores, a los maestros… He escuchado decir, incluso, que es culpa de las personas que no nacieron en nuestra ciudad pero que viven allí, y dizque no la quieren, lo cual considero errado ya que en muchas ocasiones los bogotanos por adopción, (nacionales y extranjeros), son quienes más aman a la ciudad, y a Colombia. Es que para eludir responsabilidades siempre hay alguien o algo a quien culpar de nuestros males.
Pero: ¿cuántas veces reflexionamos seriamente acerca de nuestro papel en la construcción de una sociedad responsable, solidaria, constructiva, sana? ¿De una ciudad y un país acordes con lo que soñamos, de los que podamos disfrutar realmente, y de los cuáles nos sintamos plenamente orgullosos?
En mi caso particular, pocas veces he realizado este ejercicio seria y analíticamente, y hasta con ingenuidad me he sentido orgullosa porque siempre, cuando he tenido la oportunidad de votar, lo he hecho, a conciencia, informándome, y con la convicción de que realmente la mejor opción es la que he escogido, creyendo que ese es el máximo deber y derecho que tengo como ciudadana; y que con eso y otras pocas cosas, estoy dándolo todo, y siendo una ciudadana ejemplar.
Pero es curioso que últimamente, el haber permanecido algunos meses fuera del país me ha ayudado a pensar más en Colombia y en mi papel de ciudadana. Y hasta el momento, me siento apenada de mi realización, de mi gestión como tal.
Durante mi primer mes en el exterior me sentí feliz de vivir otra realidad; no leía noticias, lo poco que sabía de Colombia era a través de mi familia; simplemente me dediqué a gozar de unos privilegios, que sin necesidad de ser ciudadana de otra nación, puedo disfrutar por el simple hecho de vivir hoy acá; privilegios que definitivamente siento que no nos atrevemos a tener en Colombia.
La felicidad que genera salir a la calle sin tener que estar preocupada porque me pueden robar; de poder sacar la billetera en una avenida concurrida, sin necesidad de mirar de reojo para todos los lados, de poder caminar con la tranquilidad de saber que, incluso si no miro, los carros se detienen inmediatamente cuando el semáforo se pone en rojo y el verde es para los peatones. Poder subirme a un bus y leer con calma mientras llego a mi destino, sin tener que aprisionar mi cartera para que no me la vayan a rapar; o esperando que alguien me empuje, o preparada para que el conductor no dé un “frenadón” intempestivo y salga disparada contra un vidrio de una buseta; o que esta se caiga en un hueco.
Se trata de cosas sencillas, elementales pero importantes que se viven aquí y en otros países y conocidas como derechos ciudadanos; pequeños pero grandes derechos que hacen la vida mejor, que para nosotros parecieran privilegios a los que difícilmente podremos acceder, si seguimos como vamos.
Al transportarme en bus, estuve atenta a todo
Ante la novedad de mis primeros días aquí, me volví más observadora; me empecé a fijar en como actúa la gente, en como se comporta; al transportarme en bus estuve atenta a todo, al más pequeño gesto o detalle para tratar de entender sociedades como esta, tan diametralmente diferentes a la nuestra.
Para mi sorpresa, descubrí la magia de la solidaridad, algo tan elemental pero grande y poderoso. Lo único diferente en esta cotidianidad es que los ciudadanos piensan y se preocupan por las otras personas, no únicamente por ellos y sus familias. Son amables y bondadosos con los demás. Cuando un anciano llega a la puerta de un bus lo ayudan a subir, y no sólo se levanta una persona para cederle su asiento, lo hacen otras para que él escoja donde quiere sentarse, y lo mismo hacen si se trata de una mujer embarazada, o de una madre con sus hijos, o de cualquier persona que lo necesite. Este es otro sintomático ejemplo de los variados, constantes y pequeños pero grandes gestos de solidaridad que se evidencian acá. Uno experimenta día a día el amor de la gente por los demás, es algo tan bonito y positivo que reconforta al corazón.
Este no es un gran descubrimiento, es ese valor del efecto que pueden crear «los granos de arena» acumulados; es casi un cliché, algo tan viejo, tan sonado, que resulta casi imposible entender por qué nosotros aún no lo hemos interiorizado. Al ver actuar solidarias a las personas, espontánea y generosamente en el día a día, en estos otros lugares, en otras realidades, al captar lo maravilloso que funciona la solidaridad, uno vuelve a descubrir que, “el agua moja”, y se ve a cada instante.
No es que en Colombia no se den situaciones como estas, el problema es que son las excepciones y no la regla; la solidaridad y los actos de amor deberían ser la norma y no la excepción, el caso raro.
Al pensar en esto, creo que es algo tan sencillo que ni siquiera se le debería llamar reflexión o hallazgo, si no algo tan lógico, que podría sonar como una “bobada”. Pero sí lo es, porque no lo vivimos cada día en nuestras casas; cuando estamos en la calle, o en el trabajo. Porque no hemos aprovechado cada segundo para hacer mejor nuestra vida y la de quienes nos rodean; para construir una mejor comunidad, una mejor ciudad y un mejor país dónde vivir.
Hoy pienso que alguna vez he sido yo la que le he respondido a alguien un agravio en la calle; quien me he creído lista por “cerrar mejor a alguien» de lo que me cerró inicialmente. La que no recojo un papel que veo en la calle, pero sí crítico a aquel «hermano» colombiano que fue capaz de semejante atrocidad. Quien por mi afán, no le doy paso a un peatón en la calle, o incluso, porque como tengo el derecho de voltear en verde a la derecha, hay veces olvido la regla, de que el semáforo en verde está primero para los que están cruzando la calle, mientras en mi cabeza lo justifico pensando que yo estaba formando un trancón.
Cuántas veces soy yo la que me desespero, pito y hago luces, si alguien va manejando despacio; la que por mi afán de llegar paso a alguien en carretera cuando no es el momento, poniéndome y poniendo a otros en riesgo; quien se queda en la casa muy cómoda mientras cae un palo de agua, mientras la señora que nos ayuda sale a pie a buscar transporte publico para ir a su hogar, en lugar de llevarla hasta el paradero; la que critica, pita y a veces hasta grita por la ventana cuando alguien se detiene en la mitad de la vía, pero cuando llevo a a alguien de pasajero paro donde sea y soy el problema, en lugar de ser la solución; mientras en mi cabeza justifico de alguna manera mi comportamiento.
La Colombia que podríamos construir
Pensamos que nuestras faltas son menores frente a las de los demás; mientras sigamos creyendo eso, o continuemos con que la culpa o la responsabilidad es de los otros, nada va a empezar a cambiar, y seguiremos en nuestro día a día sobreviviendo en el país en el que nacimos, en la ciudad en la que vivimos, sin construir la magnífica Colombia que podríamos crear. Me pregunto: si los Colombianos nos destacamos internacionalmente en tantos campos, si somos uno de los países más felices del mundo a pesar de la dura situación en que nos encontramos, cuánto más podríamos llegar a ser si reflexionáramos y actuáramos más, en lugar de hablar y criticar tanto, desarrollando y ejerciendo la solidaridad.
Claro, se que para algunos este puede parecer un discurso un tanto superfluo; que me quedé en las nimiedades; que no estoy viendo el panorama general, como el de las las grandes injusticias y diferencias sociales que se viven en Colombia; la corrupción que poco a poco nos corroe; que estoy dejando de lado los grandes problemas de nuestro país, el de los dirigentes indolentes, la guerrilla, la inseguridad, las tristes realidades que colman las primeras planas de los diarios, y los titulares de los noticieros, que acongojan la vida de los colombianos.
Soy consciente y me duele mucho todo ello, pero es que si no empezamos al menos por cambiar lo que está en nuestras manos, a nuestro alcance, lo que objetivamente podemos hacer si nos decidimos; si no nos preocupamos por los valores, por cambiar “lo micro”, los comportamientos; si no iniciamos por el principio, si dejamos que todo siga insolidariamente, nunca cambiaremos al país.
Es hora de que cada uno de nosotros, los que nos comportamos como espectadores y críticos de todo los actores que están allá afuera, empecemos a ser los actores de nuestro presente y de nuestro futuro; los protagonistas de nuestra historia. ¿Qué pasaría si por fin nos creemos el cuento y entendemos que Colombia, y Bogotá son nuestras, solamente nuestras y nada más que nuestras? Conscientes de ello, creyéndolo, tomándolo con seriedad, lo entenderemos todo, pues en ese momento: todo empezará a cambiar.
Indudablemente comparto tu sentir, se nos olvidó la cultura ciudadana, en mis años nos educaban con la cartilla cívica de don Delfin Acevedo y todo lo importante para convivir venía desde el hogar y la escuela,el matrimonio perfecto.