Por Juan Restrepo
México se miró el primer viernes de noviembre en el gastado espejo de las tragedias sin fin latinoamericanas. Tal como se esperaba, se confirmó la muerte de los 43 estudiantes de Magisterio desaparecidos el pasado mes de septiembre en Iguala y el encargado de poner a su país frente a tan dura realidad fue el procurador general, Jesús Murillo Karam. Cuando terminó su relato de horror, el funcionario pronunció un frase enigmática, para algunos quizá impertinente tras el abismo de dolor que abrieron sus palabras. “Estoy cansado”, dijo, y se retiró dejando a la concurrencia en un silencio agarrotado y a México helado como un témpano de hielo que pronto, sin embargo, derretirán nuevas tragedias. Es el sino de este continente sin esperanza, de estos países sin remedio. Porque Igula somos todos.
Iguala es el goteo sin fin de víctimas mortales en Centroamérica con algunos de los países con mayor índice de muertos por violencia en el mundo como Honduras o El Salvador, Iguala son las calles de Caracas o de Rio de Janeiro, Iguala es el campo colombiano y las ciudades de este país. Lo que ocurrió en el basurero de Cocula nos suena tan familiar que ya nos pilla con callo en el alma. Veamos brevemente, sin embargo, porque hace falta refrescar lo sucedido, qué fue lo que ocurrió antes de que una nueva infamia distraiga la atención y nos haga olvidar ésta. Y por si queda en este continente un solo ser que se conmueva con la muerte y aprecie el valor supremo de la vida.
Aquel 26 de septiembre –según el relato del procurador Murillo Karam– los estudiantes, hijos de campesinos, chicos que tenían en el magisterio la única salida a la pobreza, habían llegado a Iguala con el fin de recaudar algún dinero y seguramente armar algo de revuelo en la ciudad. Solo que fue el día equivocado en el momento equivocado. La esposa del alcalde, Mariángeles Pineda, una mujer ambiciosa, ligada al cartel de drogas Guerreros Unidos, había elegido aquel viernes para lanzarse como candidata a la alcaldía local con un acto en la plaza principal de la ciudad que resultaba amenazado por la presencia de los estudiantes. Después de ser detenidos, los normalistas fueron entregados por la Policía Municipal a los sicarios del cartel de narcotraficantes de Iguala.
Fueron amontonados, algunos de ellos ya heridos, en la plataforma de un camión, peor que animales, y conducidos al basurero de Cocula. Con las manos en la cabeza los obligaron a caminar, tumbarse en el suelo y responder a algunas preguntas sobre el motivo de su presencia en Iguala. Luego les dieron un tiro en la nuca, amontonaron sus cuerpos, los cubrieron con madera y neumáticos, rociaron aquel amasijo con gasolina y encendieron una gran pira. Después recogieron los restos calcinados y las cenizas en bolsas de basura y los arrojaron al río San Juan.
Qué familiar suena esto a un colombiano. Según la versión del jefe paramilitar Salvarote Mancuso el 30 de agosto de 2012, la orden a sus hombres era “ocultar cadáveres para no deteriorar la colaboración con la Fuerza Pública”. Siempre según la versión de Mancuso, dependiendo de la las regiones, de los “frentes”, se abrían fosas clandestinas, se arrojaban los cadáveres al río, se construían “hornos crematorios” o se descuartizaba a las víctimas y luego se dispersaba aquellos cuerpos mutilados en diferentes lugares.
Los estudiantes de Iguala fueron entregados por la Fuerza Pública a los sicarios. Qué familiar suena esa connivencia de las fuerzas del Estado, destinadas a proteger la integridad de sus ciudadanos, con las bandas criminales. Guerrero, el estado mexicano en donde ocurrió esta tragedia, padece ancestralmente una profunda marginalidad siendo uno de las regiones más ricas del país. Es el mayor productor de oro de México, el 70% de sus habitantes vive en la pobreza y su tasa de homicidios es cuatro veces superior a la media nacional, y no estamos hablando precisamente de Noruega. ¿A alguien en Colombia no le suena todo esto familiar?
Y cómo telón de fondo de toda esta barbarie la droga y la corrupción política, hermanas gemelas de la tragedia sin fin de estos países. El gobierno del estado de Guerrero, en manos del PRD hace diez años, se ha puesto de perfil frente al crimen organizado y el ejército, que tiene cerca de Iguala una de sus bases más importantes, no ha visto, cosa rara, que el estado se encuentra en manos de los narcos, que los capos manejan los municipios mediante testaferros o que directamente presiden las corporaciones municipales. Me suena, me suena.
¿Quién recuerda hoy que hace unos años unos sicarios incendiaron en Monterrey un casino causando la muerte de 53 personas? Una nueva tragedia vendrá a solapar el recuerdo de la Iguala porque lo que allí ha ocurrido, además de tragedia, es un síntoma de un continente enfermo en donde los dos valores fundamentes del ser humano, la libertad y la vida, nada valen; en donde a los gobernantes se les llena la boca hablando de tantos por ciento y la mayoría de sus gobernados vive al garete.
La confianza inversionista de que tanto se habló en Colombia, que le ha permitido aquí a tantos sacar pecho con un crecimiento anual del 5%, está tapizada sobre más de tres mil víctimas inocentes de los llamados “falsos positivos”, eufemismo colombiano para referirse a ejecuciones extrajudiciales de muchachos que nada tenían que ver con la guerrilla y que fueron presentados como insurgentes muertos en combate. Por cierto, ¿quién se ocupa de aquellos familiares seguramente aun en duelo?
La tragedia de Iguala, pone no solo a México, pone a todo el continente latinoamericano, con su violencia, con la corrupción de sus clases dominantes, con sus desigualdades, con la codicia insaciable de sus políticos, con sus logros eternamente aplazados ante el espejo de su realidad.
Porque estos países no son competitivos con el resto del mundo ni siquiera en sus desgracias, valen más cuarenta ucranianos muertos cerca de Putin que tres mil colombianos muertos como “falsos positivos”. Hasta el continente africano le gana con sus desgracias a Latinoamérica, un negro que infecta de ébola solo con la mirada pone en alerta a Europa y a temblar a Obama. Y un inglés o un norteamericano degollado ante una cámara por el Estado Islámico conmueve más al mundo que la ristra de cadáveres que deja la violencia cotidiana en México, en Centro América, en Colombia o en las calles de Caracas o en Rio de Janeiro.
Aquí, además de la soledad, reina el olvido.