Las cifras hablan por sí solas. Los datos presentados por el ministro de Hacienda nos dicen que, de los cerca de $26 billones que se pretende recaudar con la Reforma Tributaria, 17 los aportarán las personas naturales y solo $ 3 billones saldrán de las empresas. La desproporción es evidente.
La defensa de esta chocante desproporción la encontramos en la exposición de motivos del proyecto de ley. Allí se nos dice que, en otros países, las personas naturales pagan en términos relativos mucho más impuestos que en Colombia al paso que las sociedades pagan mucho menos. Eso es cierto. Para el efecto, se citan abundantes datos de la OECD y de otros países. Lo afirmado se complementa con el argumento- repetido hasta el cansancio en la exposición de motivos- de que la ruta a seguir es continuar bajando la tasa impositiva de las sociedades y aumentar la de las personas naturales. Así se abarataría el costo del capital en Colombia con lo cual se generaría más empleo y productividad.
La discusión de este punto crucial habrá que darla en otra oportunidad. Tenemos que debatir (sin tragar entero, como recomendaba hacerlo el cofrade Palacio Rudas) si es acertado cargarle con tal rigor la mano a las personas naturales y tratar con semejante condescendencia a las sociedades. Esto es importante pues se trata de la columna vertebral ideológica sobre la cual reposa el proyecto de ley que se acaba de presentar. Citar como fuente de autoridad irrefutable lo que sucede en la OECD resulta un argumento frágil: es evidente que el perfil socio económico de las personas naturales en Colombia (y mucho más después del empobrecimiento colectivo que les ha infringido la pandemia) no es el mismo que el que puedan tener los ciudadanos en el mundo desarrollado. Las personas naturales gozan allí de una red de seguridad social estatal envidiable, de la que estamos muy lejos de disponer en Colombia. No olvidemos que estamos en Cundinamarca, no en Dinamarca.
Hoy quiero, sin embargo, referirme a otra faceta de la manera como la reforma propuesta castiga a las personas naturales (donde está el núcleo de la periclitante clase media que va quedando en Colombia) y el tratamiento benevolente ofrecido a las sociedades. Me refiero al feroz rasero que se utiliza en el proyecto para despojar a las personas naturales de las ventajas tributarias que aún le quedan. Al paso que cuando se trata de contribuyentes adinerados ese rasero se convierte en un amigable continuador de privilegios.
A página 207 de la por cierto muy completa exposición de motivos podemos leer el listado de las ventajas tributarias que hoy benefician a las personas naturales y que con una podadora inclemente se propone eliminar. Pero se guarda silencio inexplicable sobre las grandes gabelas de que gozan los más pudientes.
Veamos.
Se propone eliminar entre otros los siguientes mecanismos: Los aportes a los seguros privados de pensiones; la posibilidad de deducir los ingresos que se reciban por concepto de cesantías; los aportes que se hagan a las cuentas de ahorros para la construcción de vivienda; la posibilidad de deducir los intereses pagados por préstamos para educación y para la adquisición de vivienda; se restringe la posibilidad de deducir por concepto de familiares dependientes; se elimina la deductibilidad por los pagos hechos por la adquisición de seguros de salud, entre otros.
Es decir, se acaba de un tajo con casi todas las ventajas de que aún gozan las personas naturales. Esto podría acaso defenderse si el rasero fuera igual al que se utiliza para los grandes capitales. Pero las cosas no son así. Se dejan intocadas las zonas francas que la comisión de expertos sobre beneficios tributarios había recomendado ir marchitando; se mantiene la costosa y elitista figura de los días sin IVA que beneficia principalmente a las grandes cadenas comerciales; se continúa con las irritantes gabelas para las llamadas “mega inversiones”; se mantiene el 50% de la costosa gabela de que gozan las empresas para deducir lo pagado por impuestos municipales en el llamado ICA. Se esquiva sibilinamente toda alusión a gravar las bebidas azucaradas. Y así por el estilo. Podríamos prolongar los ejemplos hasta el infinito: mano firme para las personas naturales y corazón grande para con las empresas.
Estamos, sin duda, frente a un revolcón con este proyecto de ley. Pero es un revolcón elitista.
Sería fatal que el congreso archivara el proyecto de Reforma Tributaria por falta de mayorías, o por no haberlo consensuado suficientemente el gobierno cuando se preparó. Ello equivaldría a reconocer ausencia de gobernabilidad financiera en Colombia; sería pesimamente leído en el exterior; y hundiría el componente de política social que tanto se necesita en estos momentos. Una fórmula para salvar los graves escollos que enfrenta el proyecto de reforma y evitar su muerte prematura consistiría en abrir la reforma en dos proyectos de ley: uno que contendría el paquete social que no tiene dificultades insalvables para su pronta aprobación, y otro con los demás ingredientes contenciosos de la reforma en torno a los cuales se abriría un compás de concertación en el congreso. Debe intentarse una fórmula de este estilo antes de ir, por precipitud o intransigencia política, a hundir el proyecto.
EPM o la historia de un destrozo institucional
Por: Juan Camilo Restrepo
Las empresas públicas de Medellín (EPM) tienen la característica de ser la única prestadora integrada de servicios públicos que existe en Colombia. Por tanto, su gerencia debe tener un alto carácter técnico por la complejidad de los asuntos que maneja y su diaria gestión debe estar ausente de la politiquería. Esto, en líneas generales, se había logrado en sus largos años de vida corporativa. Hasta esta semana cuando todo se estropeó por las actitudes arrogantes del alcalde de Medellín.
El Municipio de Medellín es el dueño de EPM. Su patrimonio es de todos los Antioqueños, principalmente de los habitantes del valle de Aburrá. Por eso, además de ser una de las empresas de servicios públicos más respetadas de América Latina y ciertamente de Colombia, todo lo que sucede en EPM es de interés ciudadano.
Como el dueño de EPM es el municipio de Medellín su alcalde preside la junta directiva. Es lo natural y así lo reflejan sus estatutos. Sucede algo similar- guardadas naturalmente las diferencias- con lo que acontece en la junta directiva del Banco de la República donde el ministro de hacienda preside la junta del Banco.
Pero ni el ministro de hacienda es un todo poderoso mandamás en el banco emisor, ni los caprichos políticos del alcalde de turno de Medellín tienen porqué avasallar a los otros miembros de la junta que él preside donde simplemente debe coordinar una gestión. Pero nada más. Ni tampoco le es permitido violar burdamente las más elementales normas corporativas que rigen tan importante empresa. EPM no es una secretaria del despacho del alcalde.
Estas verdades elementales son las que parece haber olvidado el alcalde Quintero de Medellín. Y las que han envenenado el clima corporativo de EPM en estos últimos días. Con arrogancia insólita que nunca se había visto en las relaciones gerente- alcalde está manejando los asuntos institucionales a punta de absurdos diktat politiqueros: nómbreme a éste; destitúyame a aquel; olvide que fulano no cumpla con los requisitos mínimos para ocupar tal o cual puesto; el gerente no puede hablar con los medios sino una oscura delegada del alcalde en EPM que ni siquiera es antioqueña; anunciando hoy una renuncia inexistente del gerente al terminar una reunión de la junta directiva y decretando mañana la insubsistencia del gerente, al que por otra puerta estaba hipócritamente solicitándole la renuncia pero elogiándolo en público.
El gerente saliente de EPM manejó con altura estos epilépticos manejos del alcalde. Podría decirse que su salida fue más digna que su llegada. Y quedan en el historial de sus ejecutorias durante el escaso año que estuvo al frente de esta importante empresa logros indiscutibles.
Es triste realmente ver a una empresa tan importante como EPM sometida a la piñata tosca de la politiquería, como no se ve ni en los consejos municipales de los municipios más pequeños. Las relaciones de EPM con la administración municipal de Medellín están, además de sus estatutos, regidas por un código de buenas prácticas corporativas. Todas las normas y límites que ese código impone se las llevó de calle el alcalde Quintero envuelto en una megalomanía que no parece tener límites. Que destruye la credibilidad corporativa de EPM. Y que le va a traer a Medellín y al país grave demérito ante la comunidad financiera y los bancos multilaterales.
Las empresas prestadoras de servicios públicos en general y EPM en particular son pieza esencial en la democracia colombiana. Y muy especialmente en estos tiempos de pandemia en que los servicios públicos han jugado un papel crucial para que Colombia no se paralice a pesar de los confinamientos. Y para que aún en los delicados tiempos que vivimos los servicios públicos hayan podido seguir prestándose de manera continua y confiable.
La desconsiderada y atolondrada actitud del alcalde de Medellín, creyendo que por ser el burgomaestre del municipio dueño de EPM todo le está permitido, le acarreará a esta empresa tan querida por los antioqueños y por el país todo, daños que ojalá no terminen siendo irreparables.