A propósito del bicentenario y de la serie de La Pola presentada por RCN Televisión que nos acerca en imágenes a esa época, presentamos un crónica escrita por José María Espinosa Prieto quien además de haber sido soldado del Ejército libertador fue el gran retratista de la época.
SANTAFÉ EN 1810
NACIDO EN SANTAFÉ. hoy Bogotá, en los últimos años del siglo pasado, recibí de mis abuelas mi primera instrucción, que, como la de casi todos los habitantes de esta ciudad, fue en extremo piadosa, y aun tengo motivos para creer que me destinaban a la carrera eclesiástica. Nuestras lecturas favoritas, o mejor diré, nuestras únicas lecturas, eran las vidas de los santos, fray Luis de Granada, san Ignacio de Loyola, la madre Agreda y otros libros místicos y contemplativos: alimento un poco pesado yno muy simpático para mi espíritu, en la corta edad de ocho años en que comencé a aprender algo: y debo agregar que, a pesar de esa exageración y rigidez, o tal vez por lo mismo que abusaban de mi resignación y docilidad, no pudieron mis abuelas hacerme creo» en brujas, ni asustarme con duendes y endriagos, que eran el pan cotidiano de 5S niños en aquella época, muy al contrario de lo que sucede en la presente, en que por lo regular se toma el extremo opuesto.
De esta primera crianza, puramente religiosa y moral, pasé a una escuela que dirigía a. señora Gertrudis Valenzuela, en la calle del Camarín del Carmen, a la cual asistían niños de ambos sexos, y allí se nos enseñaban las primeras letras y la doctrina cristiana con algunos otros conocimientos rudimentales, que habían de servir de base a una educación más esmerada. Me parece que veo todavía a mi ya octogenaria maestra con su jubón entre ojo y negro, sus enaguas o polleras de zaraza, que llamaban en ese tiempo angaripola, y su gran caja de tabaco en polvo, que sacaba de vez en cuando de la faltriquera para tomar una enorme narigada, sorbiéndola ruidosamente y acompañándola con una tosecilla, más de resabio qué de necesidad. Sus dos únicos e inamovibles compañeros eran un gran perro, tan viejo que ya tenía nubes en los ojos, y ni aun se dignaba levantarse para ladrar, o más sien para rezongar sordamente y una mulata mugrienta y vagabunda, que no tenía más oficio, fuera de los pocos de la casa, que cantar todo, el día una tonada que llamaban elchurrimpample.
Bogotá en la época de la pola
Las visitas que recibía la señora eran las de un clérigo muy anciano, a quien llamabanEl doctor Bruja y otro viejo de larga capa y sombrero chambergo, alto de cuerpo y de voz hueca y cavernosa, a quien se daba el nombre de El pecado mortal, porque de noche salía con un farolito y una campana a pedir limosna para hacer bien por los que estaban en pecado mortal: personaje muy conocido en nuestras antiguas crónicas, y muy temido de los muchachos.
La conversación de estos personajes se reducía a hablar de la luz de San Victorino, lamuía herrada, el hoyo del venado y otras tradiciones populares que estaban entonces en boca; y cuando la conversación se elevaba hasta las regiones de la política y de las noticias, lo que acontecía rara vez, se hablaba con misterio del Anticristo, que así llamaban a Napoleón I, con motivo de los acontecimientos ocurridos con el papa Pío VII, y de los demás de la época, que presagiaban una revolución general y grandes calamidades.
Tanto la sala de la escuela como la de mi casa estaban adornadas con retablos o cuadros sobre asuntos piadosos e imágenes de santos. En el patio de aquélla había muchas alias viejas, sobre las cuales ponían a secar al sol frazadas, cueros, sobrecamas y otros trapos; mas para que esta prosa repugnante hiciera contraste con algo poético, había allí mismo un escaso jardín en que campeaban, además de clavellinas y cinamomos, varias yerbas aromáticas y medicinales, que constituían la farmacia doméstica en aquellos tiempos, como la manzanilla, yerbabuena, ruda, mejorana, toronjil y otras, la mayor parte sembradas en ollas negras y demás vasijas de cocina que se rompían en la casa. De suerte que todo allí, aun el jardín, era melancólico y funesto y daba un aspecto triste y miserable a la silenciosa morada. Aún quedan rezagos, si bien raros, de aquellas costumbres en los barrios apartados y callejuelas de la ciudad, adonde no llega ni el olor de la civilización moderna.
Dispénseseme este ligero boceto de esas costumbre; que alcancé a conocer, porque, fuer de pintor, soy aficionado a cuadros, y no siempre los he de trazar con el pincel o el
Lápiz.
Pero toda esta escena cambió en mi casa cuando en el año de 1809 se unió en matrimonio una hermana mía con el doctor Antonio Morales, año en que ocurrió también la de mis abuelas. Como por encanto se transformó la casa, y a las imágenes de los reemplazaron láminas mitológicas y otras no menos profanas, con emblemas y alegarías diversas. Los muebles de la sala, de madera de nogal, forrados en filipichín colorado, x repararon convenientemente. Se pusieron fanales (vulgo, guardabrisas) verdes y morados sobre las mesas; las urnas del Niño Dios se pasaron a la alcoba y la alfombra quiteña que cubila el antiguo estrado se extendió en mitad de la sala, complementándola con esteras de chíngale y tapetes de los que comenzaban a venir entonces. Se pintaron por primera vez de colorado las barandas, puertas y ventanas; y en fin, se obró en la casa una completa revolución, que anunciaba ya la famosa de 1810.