Por: Juan Restrepo
A lo largo de casi cuarenta años de ejercicio de periodismo me tocó, por razones profesionales, visitar muchos lugares del mundo asolados por la miseria y el abandono. Guardo de algunos el recuerdo de imágenes de desesperanza y olvido, sitios en donde la gente no vive, sobrevive de mala manera carentes de los más elementales derechos del ser humano como son la salud y la educación. Muchos de esos sitios tenían dos componentes en común: la violencia circundante y la riqueza de su territorio que gentes de fuera, o privilegiados del lugar, explotaban inmisericordemente sin que a los lugareños les llegasen siquiera migajas de aquella riqueza. Uno de esos sitios fue Chocó, en donde vi hace años estampas inolvidables de pobreza y abandono del Estado y que hoy siguen inalterables.
Recuerdo la pregunta de un individuo, vestido de civil, sin armas aparentes a la vista en la misma sala de recogida de equipajes del aeropuerto de Quibdó: “Motivo de su visita al departamento?” Quise responderle: “Y a usted qué carajos le importa”, pero me contuve, iba con un equipo de televisión y no era cuestión de meterme en líos sin entrar siquiera a la ciudad. Pero se me quedó grabado en la memoria por lo significativo del hecho; evidentemente éramos, yo y mis dos colaboradores, testigos incómodos, fuera lo que fuese nuestro cometido, de toda la infamia evidente que se percibe nada más llegar a Chocó.
Ahora, con motivo de nuevas protestas por el secular abandono de la región, el gobierno acude a tapar parches como puede por lo incómodo que resulta en este momento cualquier movimiento cívico. Como se dice popularmente a los gobernantes colombianos, a todos, digamos del último medio siglo, debería caérseles la cara de vergüenza por mantener un territorio de este país en las condiciones de abandono del Chocó, equiparables a cualquiera de la más miserables regiones africanas.
Según dicen quienes se ocupan de estudiar estas cosas, todo lo que hace de Colombia un país impresentable por violencia, desigualdad, falta de infraestructuras, etc. en la comunidad internacional, en Chocó se multiplica por cuatro. Todas las manifestaciones de violencia de este país: guerrilla, paramilitares, bandas armadas, se hacen presentes en ese departamento. Más de diez mil personas salieron desplazadas el año pasado del departamento por causa de la violencia. Y las cifras, siempre frías y fácilmente olvidables, son elocuentes: 81% de la población carece cubrimiento de necesidades básicas. Ciento diez niños de cada 10.000 mueren por esta razón. Y 4 de cada 10 habitantes del territorio no saben leer ni escribir.
Causa una profunda desesperanza, y también rabia, escribir sobre algo que seguirá así porque en Colombia un gobierno central encaramado en lo alto de los Andes, entre las brumas y el frío de una capital ajena y lejana a situaciones como las del Chocó le importa un comino. El congreso y el ejecutivo seguirán en sus batallas de toda la vida: repartir cargos y prebendas, ocultar miserias y vender humo. ¿Sabrán lo que es la OCDE para que pretendan venderle a la gente que Colombia está a punto de entrar a ese organismo con materias pendientes como Chocó?
Quiero ponerle rostro a esta tragedia de recurrente aparición en los medios colombianos y sin aparente solución a la vista. El rostro de un hombre de unos setenta años que perdió a parte de su familia cuando las FARC los cazó como a ratas con bombonas de gas dentro de la iglesia de Bojayá en el 2002, dizque combatiendo a los paramilitares. Más de un centenar de chocoanos murieron entonces. Recuerdo su rostro devastado junto las ruinas de aquella iglesia acariciando las orejas de su perro, su única compañía. Siete décadas, de una vida de abandono. ¿Qué habrá sido de él? Quizá ha muerto ya y no vivió lo suficiente para oír una tanda más de promesas que no se cumplirán nunca.