La crisis libia —con todo lo que tiene de esperanzador por sus ideales democráticos— demuestra también que el camino de la libertad está sembrado de obstáculos gigantescos y episodios sombríos. El Gobierno tiene la obligación de prepararse para todas las eventualidades tratando de orientar la reflexión de la Unión Europea hacia las posiciones más favorables a las fuerzas democráticas de la región pero al mismo tiempo alertándose para hacer frente a lo inesperado.
A la espera de su previsible desenlace en la trinchera de Trípoli, Libia se ha convertido en un escenario bélico donde el acorralado Gadafi y sus leales intentan hacer efectiva la promesa del coronel de morir matando. Es un paisaje especialmente cruel, de matanzas indiscriminadas, en el que a diferencia de Túnez y Egipto, el criminal desafío del tirano árabe frente a su pueblo limita drásticamente las opciones y entenebrece la salida de la revuelta.
El pueblo libio está pagando un precio terrible por intentar librarse del lunático déspota que responsabiliza a Al Qaeda y a jóvenes embriagados de la insurrección popular. Y si Gadafi es finalmente derrocado no será gracias a la colaboración decidida de Estados Unidos o Europa, que después de muchos días y varios miles de víctimas siguen deshojando la margarita de la conveniencia. Mientras los libios caen en las calles, se organizan en comités ciudadanos o de resistencia y sus soldados o diplomáticos desertan, Washington, Bruselas y el Consejo de Seguridad siguen enfangados en una bochornosa retórica de discusiones preliminares y propuestas de sanciones todavía pendientes de concretar. Todo lo que la OTAN, está en condiciones de aportar es su contribución logística a la evacuación de extranjeros y la asistencia humanitaria.
Las potencias democráticas que encabezadas por Estados Unidos cometieron el trágico error de rehabilitar por petróleo y supuesta seguridad a un dictador brutal cuya tiranía interna se ha mantenido intacta 40 años, siguen sin definir cómo enfrentarse a un criminal en ejercicio, pese a tener un abanico de opciones que habrían ahorrado muchas vidas de haberse aplicado en cuanto estuvo claro el salvajismo desatado por Gadafi. Se trata de medidas enunciadas y que estaban pendientes de ejecución, como la imposición de una zona de exclusión aérea, para impedir que la aviación libia sea utilizada como arma de exterminio y transporte de mercenarios; el inmediato embargo internacional sobre todo equipamiento militar; la congelación de los activos del Gobierno de Trípoli o la apertura de una investigación por crímenes de lesa humanidad contra Gadafi y sus secuaces.
En Libia, a diferencia de Túnez o Egipto, el Ejército regular es una fuerza marginal mantenida así por Gadafi para evitar un golpe militar. Las tropas de choque de esta dictadura perfecta son una oscura red de brigadas especiales, comités revolucionarios y agencias de seguridad, todos bajo el control directo del déspota.
No a tropas Extranjeras
El pueblo libio no aceptaría una intervención militar con tropas extranjeras en su territorio. Pero si Gadafi continúa masacrando a su pueblo, la comunidad internacional algo tendrá que hacer.
Ali Zeidan, el portavoz oficial de la Liga Libia de los Derechos del Hombre, insiste en la gravedad de la crisis Libia: “La cifra de los 6.000 muertos es muy provisional, podría crecer «vertiginosamente». Las fuerzas de seguridad de Gadafi y sus mercenarios continúan su diaria violencia contra la población civil. Gadafi está dispuesto a prolongar indefinidamente el baño de sangre y tiene los medios necesarios para ello”.
A juicio de numerosos observadores militares, la fórmula técnica de «asegurar» la seguridad o el «control» del espacio aéreo libio permitiría lanzar una operación “quirúrgica” eliminando baterías anti aéreas y blancos estratégicos para la seguridad personal de Gadafi.
El portavoz oficial de la Liga Libia de los Derechos del Hombre no entró en los aspectos concretos ni el calendario de una posible intervención militar “quirúrgica” que se sobreentiende “aceptable” cuando afirmó: “El pueblo libio aspira a liberarse él solo de Gadafi, pero Gadafi tiene armas temibles. Si se obstina en prolongar el baño de sangre, la comunidad internacional tendrá que decidir cómo ayudar al pueblo libio de manera determinante”.
Cabe anotar que el Ejército libio hace años que está “fuera de juego”, ya que Gadafi lo habría “marginalizado”, en beneficio de sus fuerzas de seguridad personales, integradas por libios y mercenarios de numerosos países africanos que cobran sueldos excepcionalmente altos para asegurar la protección de Gadafi y su familia.
Un oficial de las fuerzas de seguridad personal de Gadafi cobra hoy unos 4.000 dólares diarios, un sub oficial 1.700 dólares, y un soldado unos 1000 dólares diarios.
Presionar a Gadafi
La ONU, EE UU y Europa salieron finalmente de su sopor castigando a Gadafi con tardías medidas de presión. La resolución unánime del Consejo de Seguridad, que convierte al dictador libio en un asesino internacional e incluye la petición a La Haya para que le juzgue por crímenes de guerra, constituye por su relativa firmeza en un hito en los adormecidos mecanismos de la ONU. Las represalias contribuyen a estrechar el cerco al sanguinario déspota pero tardarán en materializarse; algunas tienen solo un valor simbólico en una fase de la confrontación en la que Gadafi parece más decidido a resistir y morir matando que a buscar seguridad fuera del país sublevado al que ha aterrorizado durante más de 40 años.
De esta presión exterior creciente forma parte por primera vez la amenaza militar. Washington está acercando a Libia parte de su flota mediterránea y Barack Obama y sus aliados europeos han comenzado a hablar abiertamente de preparativos bélicos como la imposición de una zona de exclusión aérea sobre el país norteafricano como primera opción. El despliegue naval en marcha tiene como propósito fundamental la intimidación y el eventual rescate masivo de civiles en una zona donde se está gestando una crisis de refugiados de enormes proporciones. También se tiene proyectado el deseable cierre del espacio aéreo para evitar que Gadafi utilice la aviación como arma de exterminio –derribando sus cazas en última instancia– es una operación lenta y compleja que exige como preámbulo la aniquilación de sus defensas antiaéreas. La acción directa en favor de los sublevados no tendría sentido mientras los libios que luchan contra el tirano no integren un frente único y lo suficientemente homogéneo política y territorialmente. Parece que una intervención terrestre abierta que únicamente podría abanderar la Casa Blanca, está descartada en Libia por el momento y no sólo porque requeriría la improbable unanimidad del Consejo de Seguridad sino porque tanto Europa como EE UU arrastran invencibles fantasmas después de Irak y Somalia.
Gadafi es un cadáver político y es más probable y mucho más deseable que sean los propios libios, cada vez con mayor control de la situación, los que tengan la oportunidad de ajustar las cuentas al coronel Gadafi. El cerco internacional debe estrecharse hasta privar de cualquier oxígeno militar, político o económico a uno de los déspotas más contumaces del planeta. Pero el maremoto de libertad que sacude el vasto mundo árabe ha obtenido su legitimidad de lo inmaculado de su génesis popular al margen de instrumentalizaciones espurias interiores o exteriores. Si son sus compatriotas los que ponen fin al experimento de terror ejecutado por Gadafi, será mucho mejor para la nueva Libia.
¿Revolución y revuelta?
Resulta innegable que en el mundo árabe está en marcha una «revolución» que pongo entre comillas porque aún no sabemos si es una revolución auténtica —quiero decir, un cambio de la entera estructura de un país— o una revuelta contra la actual clase dirigente para ser sustituida por otra de parecidas características. Pues aunque los acontecimientos que sacuden el norte de África y el Oriente Próximo fueron desencadenados por mensajes en Internet e imágenes televisivas denunciando la corrupción y ensañamiento de sus líderes, un nuevo estado no se monta virtualmente; se necesita organización, planes, objetivos y en esos países sólo hay dos fuerzas que los poseen: el ejército y la religión. El ejército con sus cuadros de mando, su disciplina y sus armas. La religión con sus imanes, sus mezquitas y sus redes sociales. En el medio sólo hay una clase media finísima y una intelectualidad muy occidentalizada y por tanto lejos de una masa ocupada en sobrevivir.
El problema de esos ejércitos es que sus altos mandos se han dejado corromper por la élite gobernante; el de la religión que se ha dejado arrastrar por el islamismo radical. Ni unos ni otros sienten simpatías por la democracia pese a sus manifestaciones de «escuchar a sus pueblos». Lo que han hecho, sin embargo, es enviarle a casa por las buenas o las malas.
Cómo va a acabar esto, nadie lo sabe. Por lo que estamos viendo, allí donde el ejército es fuerte, Túnez, Egipto, se ha convertido en garante de la «revolución». Mientras en Libia, donde Gadafi había destruido todos los resortes del estado para asumirlos, lo que se impone son los «consejos populares», de carácter comunal o tribal y fuerte arraigo religioso. Lo que puede conducir a la desintegración del estado o a una república islámica.
Oigo y leo por doquier que occidente debe de fomentar por todos los medios a su alcance una democracia en esos países. Está muy bien, pero llega un poco tarde. Una democracia no se improvisa, como se ha visto en Afganistán e Irak, ni puede imponerse desde fuera por la fuerza. Eso tendría que haberse hecho antes, presionando para la reforma de aquellas sociedades, en vez de hacer grandes negocios con sus líderes y pasando allí nuestras vacaciones invernales. Occidente va a pagar muy cara tal negligencia. Ya la está pagando con la subida del petróleo que se lleva todos los recortes en el gasto social.
Tremendo reportaje, gracias…espero seguirle leyendo.
DTB,
Javy