Por David Sánchez Juliao
Una Cobra en el jardín.
El alto muro al fondo del jardín de nuestra casa marca el comienzo de los prados de la residencia de los embajadores de la República de las Islas Mauritius en Nueva Delhi. Aquel pequeñísimo país, localizado en el mismo meridiano de Madagascar, frente a las costas del África Oriental, está compuesto en su mayoría como las llamadas Indias Occidentales de inmigrantes indios, de religión hinduísta los más de ellos.
Anand Neewor, Embajador de Mauritius a quien acostumbro llamar Anand Neighbour, por aquello de la vecindad- denuncia su ancestro indio, o hindú, a todas luces y a veces creo que se siente embajador en su propia tierra. Una buena mañana me llamó a la oficina por teléfono, con el insólito propósito de comunicarme que estábamos ambos atravesando una gravísima situación. Sus empleados habían localizado al final del jardín -contra mis muros una serpiente cobra del género más venenoso. Ante el acoso de su servidumbre, que trataba de capturarlo vivo, el animal había encontrado una rendija en el cercado y pasado a los jardines de la Embajada de Colombia. Los jardineros de nuestra residencia se encontraban sobre aviso, pero ahora ambas servidumbres esperaban instrucciones sobre qué cosa hacer. El problema se había tornado súbitamente en un «affaire diplomatique», y cualquier decisión debía ser tomada conjuntamente por los jefes de misión.
Mi reacción fue occidental, latinoamericana, colombiana, caribe: “¡Que maten la culebra con un palo!”. La reacción de Anand Neewor fue oriental, hindostánica, hinduísta pura: “¡No pueden, no lo harán! ¡No se puede, no es permitido! ¡No es ético!”.
Claro: el sistema de castas de la India determinaba que ninguno de los hombres envueltos en el proceso de la caza o el presunto aniquilamiento de la cobra, tenía como oficio matar culebras, o retenerlas. Y además, en torno a aquel punto la religión era clara, precisa, enfática, diáfana: no se puede matar ningún tipo de ser viviente; nada que se mueva. “¿Qué hacemos, colega?”, me preguntó angustiado el embajador Neewor.
En verdad, en India se aprende a convivir con los animales, casi que a ser uno más de ellos. Tengo claro el recuerdo de una madre colombiana que en Delhi sacaba a la hija por las tardes a saludar de mano a los monos en el parque y en las calles, y a darles de comer desde su mano. Aquí me hallo sentado en el jardín, escribiendo a la sombra de un parasol, entre pájaros, ardillas y avichuchos que caminan sobre las hojas de papel, y hasta se posan a hacer indecencias sobre el teclado de la máquina. Veo en Nueva Delhi todos los días vacas y búfalos y elefantes y camellos que conocen el verde y el rojo de los semáforos y se detienen o andan cuando las luces indican. Y he aprendido a convivir con hermosos ratones, mansas cucarachas e indefensos mosquitos.
Todos los animales en India son como mariposas. Y me lo expliqué cierto día, en una de las largas meditaciones a que el país lo somete a uno. Claro, pensé un día, miles y miles de años sin que hayan sido agredidos por persona alguna. Es decir, una conducta humana que crea conducta en los animales. Y pensé en las ilustraciones sobre el Paraíso Terrenal que aparecían en el libro de Historia Sagrada que estudié en el Colegio San Pedro Claver, la escuela primaria de mi pueblo colombiano a los siete años de edad, bajo la tutela de mi profesora, doña Gilma de López. A esa edad ya yo cazaba pájaros, ya tenía hondas de caucho, escopetas de balines y pistolas de diábolos, y no podía ver un mono porque Manolo o Abrahamcito, mis amigos, de inmediato gritaban: “¡No seas pendejo, David, levántalo a piedra!”.
Anand Neewor y yo nos reunimos en su oficina a resolver el problema a la luz de todas aquellas consideraciones, y decidimos: llamar a un encantador de serpientes, cosa nada difícil en esta tierra, pues andan calle abajo ofreciendo sus servicios a niños y turistas. Determinamos traerlo hasta el jardín de la residencia, sentarlo en mitad del descampado y ponerlo a sonar la flauta. La escena resultaba cinematográfica. Aquel hombre de piel tostada, coronado por un turbante amarillo guayabo, sentado en posición de flor de loto sobre el verde de la grama, haciendo cantar su flauta en dirección de los más enmontados rincones del jardín.
De repente, entre los arbustos, junto a las palmas y los bugambiles, la cobra asomó la cabeza y empezó a resbalar su cuerpo sobre la grama, andando en un zigzag de visos hacia el encantador de la flauta. Desprovisto de todo temor, el hombre de cobre continuó tocando el flautín, hasta cuando tuvo cerca al animal. Permitió, incluso, que levantara parte de su cuerpo y abriera las crestas, como una cobra de tarjeta postal. Hasta que, habiendo manejado el brazo derecho con una gloriosa lentitud para agarrarla, el encantador tiró sobre la serpiente un canastillo de esparto. Estaba capturada. No quiso cobrar un solo centavo, por más que le ofrecimos hasta mil rupias de recompensa. Pidió, eso sí, que le dejásemos llevar consigo el animal para extraerle el veneno en luna llena y convertirlo en parte de su espectáculo.
Capturé cada instante del proceso en una secuencia fotográfica de 36 transparencias. La lección aprendida de esta situación y esas fotografías, constituye uno de los más preciados tesoros de mi existencia. ¡Y pensar que toda esa experiencia, con rollo fotográfico incluido, cabe dentro de un bolsillo! Eso sí, de un bolsillo izquierdo de camisa… ese que va junto al corazón, pues, así, de todo corazón, pensé: “Qué metáfora la que he visto hoy acontecer, y que me obliga a pensar en cuan diferentes somos hindúes y colombianos para la solución de los problemas, porque… si en Colombia nos ahogamos en conflictos, ¿en dónde están los encantadores, quién posee una flauta como aquella del hombre que encanta cobras… y que no cobra?».
(Revista Crónica)