Entre la pobreza y el vudú
La comunidad internacional duda de que el gobierno haitiano sea capaz de manejar la reconstrucción del país.
Por Rodolfo Rodríguez / Corresponsal en Estados Unidos
Por siglos, Haití ha venido cambiando de amo en su esclavitud. Su pobreza está pegada a ellos sin permitirles siquiera pensar en un mañana. Siempre pensando en el presente no como un regalo de Dios, sino como un momento desesperado para conseguir el pan de cualquier forma.
Las decenas de miles de muertos provocados por el devastador terremoto de Haití, que ha reducido a escombros su capital y llenado de cadáveres las calles, no es más que la gota que colma el vaso de un país cuya historia, de 206 años, se resume en una sucesión de catástrofes naturales y golpes de Estado con las que ha ido desangrándose hasta hoy.
“De repente me vi atrapada por una gran oscuridad mientras los escombros caían sobre mí y escuchaba a la gente gritando y pidiendo ayuda. Creía que el mundo se estaba acabando”, contaba Saski Litali, de 16 años. La misma oscuridad que ha reinado en el país antillano desde que, a finales del siglo XVIII, un cruel sistema esclavista impuesto por Francia hacia que 12.000 hombres libres llenaran las arcas de París a costa del trabajo de 500.000 esclavos. En la misma época, año 1770, se produce el segundo terremoto más devastador de su historia, sólo superado por el que el martes 12 de enero arrasó Puerto Príncipe.
De aquel golpe aún tuvieron fuerza para levantarse los haitianos cuando Jean Jacques Dessalines, un antiguo esclavo, expulsó a las tropas francesas tras la Batalla de Vertierres y declaró la independencia de Haití… a costa, eso sí, de 60.000 vidas.
Con la independencia, Haití tampoco levantó la cabeza. Dos siglos de continua inestabilidad política, dictadores asesinos, invasiones extranjeras, más de 30 golpes de Estado y una serie interminable de huracanes, terremotos y tsunamis han convertido a Haití en el país más pobre del hemisferio occidental; más del 40% del presupuesto del país procede de la ayuda internacional, cada haitiano sobrevive con poco más de tres dólares al día, el 80% vive bajo el umbral de la pobreza y más de la mitad bajo la raya de la miseria… un panorama histórico con la pobreza como único horizonte y esperanza de vida que apenas alcanza los 52 años.
LOS HURACANES
Cada vez que el país parecía ver el sol, huracanes como “Georges”, “Jeanne”, Beulah, “Inés” o “Dennis”, convertían a Haití en un cementerio en el que se sembraban muchas más muertes que en cualquiera de los países vecinos a lo que ayudaba, sin duda, la falta de voluntad de sus políticos. “Muchas de la víctimas de la capital haitiana principalmente campesinos y habitantes de la “villa miseria” que la circundan perdieron la vida ahogados o aplastados al derrumbarse las precarias casas en las que vivían”, podía leerse en noviembre de 1994 tras el paso del huracán “Gordon”.
Aún pudo Haití después dar otra vuelta de tuerca a su negro destino: “En Haití, hundida en caos político cayeron en poco tiempo varios presidentes y ahora gobierna el doctor Duvalier a merced de cualquier cuartelazo”, contaban en 1959. La saga de los Duvalier, los dos dictadores más crueles que han soportado los haitianos, convirtieron a la nación, hasta 1986, en una enorme fosa común la que aún permanece abierta. Primero “Papa Doc” al asesinar a más de 200.000 personas en una salvaje represión, y después “Baby Doc”, o “Nene Doc”, que condujo al país a una decadencia aún mayor.
Con la Constitución de 1987 nuevos disturbios, centenares de muertos y un sinfín de golpes de Estado hasta la llegada del sacerdote Jean Bertrand Aristide, un llamado “visionario”, y luego René Préval, quienes rompieron con la funesta tradición de los caudillos militares pero inundaron el país de corrupción, falta de institucionalidad y violencia política.
En mayo del 2004, en plena “tempestad” política, las inundaciones acabaron con la vida de 2.668 haitianos y en septiembre las tormentas tropicales con otros 1.330, además de 1.056 desaparecidos y 300.000 damnificados. “La situación de Haití es pavorosa hay que reconstruir todo el país”, afirmaba el embajador de Estados Unidos en Puerto Príncipe, en ese entonces.
En el 2008 otros cuatro huracanes causaron 800 muertos y más 300 desaparecidos… una “pequeña” broma macabra que parecía avisar del que sería el mayor golpe de su historia.
EL GRAN TERREMOTO
Eran las 16 horas, 53 minutos y nueve segundos, cuando la tierra se dobla en Haití y zarandea Puerto Príncipe con movimientos telúricos verticales y horizontales, durante casi un minuto. Era martes 12 de enero. La cúpula central del palacio presidencial se hunde junto con miles de casas, calles, iglesias, santuarios de vudú, cárceles, oficinas y tiendas. Sólo tres cuartos de hora después la noche cae de golpe sobre Puerto Príncipe.
Cientos de miles de personas vagan en tinieblas en busca de los suyos. Aún hay niños y adultos que caminan entre las ruinas tratando de figurar a algunos de sus familiares. Parecen zombis con el rostro cubierto de arena, la boca llena de una melaza de leche con arroz y dulces, que no logran levantarles el ánimo.
A Haití han llegado los Estados Unidos desembarcando por compasión mientras el resto del mundo hace lo que puede. El liderazgo mundial no se muestra sólo invadiendo territorios enemigos o engrasando maquinarias guerreras para imponer determinado orden estratégico: el liderazgo se muestra actuando con celeridad, sin complejos, sin excesivos y estériles debates administrativos… El liderazgo se muestra sabiendo desembarcar quince mil soldados, toneladas enormes de ayuda, médicos, enfermeros y expertos en situaciones extremas. Y esto siempre lo hacen los Estados Unidos de América.
Los niños de mirada triste, absorta, interrogadora, que ahora quisiéramos traernos a casa, mimar, formar, cuidar y alimentar tendrán que ser quienes deben reinventar el nuevo país que forzosamente tendrá que nacer tras la sacudida brutal de un nervio activado del subsuelo. Tendrán que partir de cero y construir otro escenario tanto para los afectos como para un orden distinto al que han conocido hasta ahora.
Todos tenemos dudas de que puedan hacerlo pero no tendrán más remedio que intentarlo; deberán reforestar un nuevo país, hacer un nuevo edificio institucional y una costumbre civilizada y equilibrada de derechos y deberes, libres de la esclavitud a la que los someten los patriarcas del vudú –religión oficial del gobierno– quienes les roban la voluntad, les imponen leyes crueles y siempre les atemorizan con la pena de muerte, con ese temor en sus mente viven los haitianos. Quienes deberán hacer este cambio, curiosamente, son los huérfanos de estos días, héroes de un tiempo de derrumbe.
Todos los edificios donde estaban los ministerios se desplomaron, excepto el de Asuntos Sociales; todos los edificios estatales, el hotel Magenta, la sede de Naciones Unidas, donde murieron 49 funcionarios; todos los símbolos de poder se volatizaron en menos de 60 segundos. Los nueve millones de habitantes del país más pobre de América se han quedado sin Estado.
Por varias semanas manos caritativas retiraban los cadáveres de las aceras y los colocaban en la puerta de la funeraria “La Vida Eterna”, un negocio que ya nadie atiende, tal vez porque el dueño ha huido o ha muerto. Pero hay algo todavía más urgente que enterrar a los muertos: buscar a los vivos. Aún hay victimas vagando por los montes sin saber adónde ir y quienes han olvidado, por causa de la tragedia, quienes son.
La ONU lleva veinte años trabajando por la estabilidad de Haití intentando convertir el país más pobre de América en un Estado eficaz y democrático. Todos estos años su trabajo se ha convertido en algo burocrático, dadas las trabas puestas por el gobierno central y algunos funcionarios. Ahora, tras el terremoto, tendrá que dirigir la reconstrucción aunque insiste en que en Puerto Príncipe no hay vacío de poder. “El esfuerzo será liderado por el Gobierno de René Préval”, subraya desde Ginebra Elizabeth Byrs, quien pide tiempo para organizar la asistencia en una nación sin agua, ni alimentos, ni transportes, ni capital.
Las ONG y los organismos religiosos de ayuda vienen trabajando en Haití desde hace más de 50 años, incluyendo Caritas, de la iglesia Católica. Desde ese tiempo estas organizaciones están llevando agua, pan, muchos alimentos y ropa sin poder lograr ningún cambio. “Pero no solo de pan vive el hombre, también necesitan un cambio de mente y… eso está penado con la muerte por las autoridades religiosas del vudú, secta oficial del gobierno”, afirmaba un clérigo que trabaja hace varios años en Puerto Príncipe.
EL PODER DEL VUDÚ
Este país, tan cercano pero a la vez tan lejano, se distancia de los países que están alrededor no sólo por el idioma: el francés y creole sino por el miedo que aprenden en los rituales de vudú.
En las mejores guías de viajero suele aparecer un viejo dicho sobre Haití: “El 80% de la población es cristiana, el 20% protestante y el 100% profesa el vudú”. También se hace constar que pocas religiones han sufrido una operación de desprestigio tan abrumadora como ésta que nació en África y viajó al Caribe con los primeros esclavos.
Max Beauvoir es la autoridad suprema de los seguidores haitianos del vudú. Para los suyos es una especie de Papa. De 74 años, casado y con una hija de 45, vive rodeado de árboles gigantescos sagrados a una hora de Puerto Príncipe en “mototaxi”. Viste guayabera blanca, habla creole, francés, inglés y español, tiene una casa en forma circular, varios templos en su jardín y una especie de museo con esculturas de vudú. Se lamenta de que hayan enterrado a tantas miles de personas sin ningún respeto, ni dignidad.
“El presidente René Préval me mandó llamar hace cuatro días para celebrar una reunión junto al resto del Gobierno. Allí se habló de la ayuda internacional, de la distribución, del caos… pero no tratamos el tema de los entierros y me parece gravísimo. Se ha tratado a la gente como basura sin la dignidad y el respeto que merece cualquier ser vivo. Sé que la situación es compleja y yo no tengo la solución pero seguro que si nos hubiéramos sentado habríamos encontrado alguna vía en media hora. Aún estamos a tiempo, porque todavía quedan muchos muertos por enterrar”, dice.
Los creyentes del vudú acostumbran, según el Ati o Autoridad Suprema, a celebrar la ceremonia del entierro durante nueve días, tiempo en el cual ningún familiar cercano del muerto trabaja. “Allí reunimos a la familia, a los amigos y enemigos del muerto. Durante ese tiempo comemos y convivimos juntos. Todo el que tenga algo que decir sobre el muerto lo dice, ya sea bueno o malo. Después enterramos el cuerpo pero el alma se va debajo del mar por un año y un día o por siete años y un día, depende, porque durante ese tiempo, se purifica. Es importante saber que nosotros creemos en la reencarnación y que la persona vive ocho veces como mujer y ocho veces como hombre. Esto es así porque el objetivo de la vida es ganar conocimiento. Después de ese proceso todo el mundo sin excepción se integra en Dios y comienza una existencia en la que cuida de todas las cosas vivas del Universo”, explica.
Beauvoir aclara que la imagen que se tiene del vudú en gran parte del mundo como una creencia cuyos brujos [él reniega de esta palabra] o sacerdotes pueden infligir daño a los demás valiéndose, entre otras herramientas, de un muñeco al que se pincha con alfileres es totalmente falsa. “No he visto ni un solo muñeco de esos en todo Haití. En cualquier grupo social hay gente buena o mala, pero el vudú no promueve que se haga daño a nadie. Hay una vertiente religiosa del vudú y otra vertiente filosófica. Tenemos normas muy definidas sobre cómo hay que vivir, sentarse, comer, caminar. Eso es lo que permite a un haitiano reconocer a otro en cualquier parte del mundo con verlo simplemente andando a lo lejos”, advierte.
Beauvoir achaca esa mala imagen de su religión al cristianismo y a las potencias extranjeras como Francia, Estados Unidos y España. “El vudú ha hecho a Haití como país. Nuestra independencia se alcanzó gracias a una ceremonia celebrada el 14 de agosto de 1791 conocida como la de Bwa Kayiman. Haití es vudú”. Cuando se le dice: “Pues vaya país más desgraciado que generó el vudú, ¿no?”, el Ati responde: “Pero los españoles, los franceses y Estados Unidos nunca nos perdonaron nuestra independencia e hicieron todo lo posible para hacernos la vida más difícil. Y lo peor fue cuando los cristianos llegaron al poder en 1816, todavía se mantienen allí con la ayuda económica de Estados Unidos y Francia”.
Desde el 2003 los sacerdotes del vudú disfrutan del primer reconocimiento oficial como religión. Aquel fue el año en que el ex presidente Aristide –quien dejó la iglesia Católica para abrazar la fe del vudú– les concedió autoridad para unir en matrimonio a la gente. Simplemente Ati significa gran árbol que se abre como un paraguas para proteger a los más pequeños. En este caso, él considera que tiene que alzar la voz para defender a su gente ya que Préval no los defiende. “Yo agradezco que el presidente haya querido consultarme pero él sigue favoreciendo a la Iglesia de Roma, a los europeos y americanos que consideran sus religiones europeas o centroasiáticas superiores a la africana”.
LA RECONSTRUCCION
La reconstrucción de Haití puede durar hasta una década, según el Gobierno de aquella nación devastada por el terremoto ocurrido el pasado 12 de enero y que ha cobrado por lo menos 200.000 vidas. En una reunión de líderes internacionales celebrada en Montreal (Canadá), el primer ministro haitiano, Jean-Max Bellerive, ha pedido ayuda a la comunidad internacional “para reconstruir completamente” el país.
La deuda externa de Haití es aproximadamente de 900 millones de dólares, según el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. La asociación de acreedores conocida como el Club de París en la que se encuentran representados EE UU, España y Francia ha anunciado que cancelará la deuda de sus miembros, algo en lo que ya se había comprometido el pasado verano.
En un discurso ante los representantes políticos reunidos, el primer ministro canadiense, Stephen Harper ha pedido a la comunidad internacional que cumplan con los compromisos alcanzados hasta la fecha: “Debemos ser responsables de las promesas que hacemos y procurar que los demás también lo sean. Me gustaría ver aquí el comienzo de un plan que sirva de guía a la reconstrucción efectiva de Haití”.
La corrupción reinante en el gobierno de Haití, heredada de dos dictaduras cleptómanas cuyas secuelas aún se pueden sentir, impide que los gobiernos de otros países den el dinero para la ayuda de Haití y que a cambio estén pensando en trasladar mano de obra y personal para construir obras de infraestructura y barrios como es el caso de Colombia.
Estados Unidos pensó inicialmente en un gobierno compartido con siete países entre los cuales se encontraba Canadá, Estados Unidos, Francia y entre los latinoamericanos estaba Colombia, con quien había hablado Obama. Ese grupo de países manejaría los fondos para construir edificios y obras de infraestructura como acueducto, alcantarillado, calles, puentes y electrificación. Eso sería realidad en un lapso estimado en 10 años. Pero el gobierno de Haití se opuso ya que lo consideran violación de la autonomía nacional. De momento tendrán que seguir esperando antes de diseñar sus nuevos hogares.
El Banco Mundial y el Gobierno de Haití promovieron un encuentro de expertos en construcción antisísmica provenientes de California con decenas de ingenieros y arquitectos haitianos. La reunión tiene como objetivo informar a los haitianos por qué se produjo una destrucción tan masiva y qué se puede hacer para evitarla en un futuro.
“Lo primero que nos recomendaron”, explica un experto en desastres, “es evaluar los edificios no destruidos aunque sí afectados. Tendremos que comprobar cuáles merecen la pena ser reconstruidos y cuáles no. Eso nos llevará entre dos y seis meses. Y hasta que no se concluya bien la primera fase no podremos emprender la segunda, que consistirá en reparar y reforzar algunos bloques y demoler otros. La etapa final será reconstruir la ciudad. Y eso va a ser muy complicado porque antes de poner un ladrillo en cualquier terreno habrá que delimitar muy bien hasta dónde llegaba la propiedad de cada uno. Me temo que habrá litigios”.
“Para no repetir los errores que llevaron a tanta destrucción habrá que averiguar con exactitud cuáles fueron esos errores. Hasta el momento se ha hablado mucho sobre la composición del hormigón: demasiada arena y poco cemento. No tenemos ninguna norma antisísmica porque el último terremoto potente lo sufrimos en 1843; y por otro lado, que como somos un país pobre no contamos con una buena política de supervisión. Aquí cada uno se cree ingeniero y arquitecto”, concluye el experto.
“A veces el ingeniero calculó bien la resistencia de los materiales, el arquitecto diseñó bien la planta de la casa pero llegó el capataz y se ahorró lo que pudo en materiales y en tiempo de construcción. En otros casos se ha añadido pisos a edificios que fueron diseñados para soportar sólo el peso de dos pisos y nadie supervisó la obra”, añade.
Finalmente, queremos recordar durante esta tragedia una gráfica en la cual un bombero sostiene en brazos a un niño de dos años rescatado de los escombros. El niño tiene lágrimas en los ojos pero no está llorando. Sin duda ha aprendido bien la lección mucho antes de nacer: sabe que al final, con su llanto, no logrará nada ni tendrá a nadie. Sólo parece asombrado de seguir vivo.