Bajaban de los cerros con la madrugada, porque Mechas empezaba a trabajar a las siete en la cafetería. Medio lavar la loza, medio barrer el piso, atender a media la clientela pobre que pedía un café o una taza de changua, medio maldecir entre dientes, medio vivir. Pero algo le pagaban; y con ese algo, sumado a lo que conseguía el ciego, no ‘les faltaba un chocolate con pan al tiempo de acostarse.
Si llegaban al paradero de las busetas antes de las seis, podían viajar sentados hasta el centro de la ciudad. A Mechas no le importaba hacer el recorrido de pies, agarrada con las dos manos al tubo que atravesaba el vehículo; no sentía las manos de los ladrones esculcándola, ni le importaban los dedos lascivos de los pervertidos, ni los empujones de los violentos. Pero el ciego debía viajar sentado; sobre todo para que no le dañaran el acordeón.
«Lo compré con el primer sueldo que me pagaron como cartero en el pueblo. Yo siempre quise tener uno; y a veces, soñando, cerraba los ojos y pulsaba unos botones imaginarios y creía oír los vallenatos, tarareaba las canciones, me emborrachaba con la música en el silencio. Tal vez eso empezó en la escuela donde resulté un alumno tan adelantado, que la maestra me ponía muchas veces a explicarles a los otros muchachos. Porque desde que mi taita me enseñó a leer yo no dejé periódico ni revista sin repasar, y por eso tenía facilidad para inventar historias y entretener a los que iban a la escuela por las mañanas. Y no voy a negarlo, me dolió dejar el estudio; pero mis viejos necesitaban una ayuda para que el costal del mercado no volviera siempre medio vacío a la casa. Por eso mis primeros sueldos fueron para ellos, pero ya ¡despuesito ahorré; y cuando me compré el acordeón supe que Dios era bueno conmigo, y le recé no las oraciones que me enseñaba mi mamá y que me parecían ; más insípidas que las tablas de multiplicar, sino a mi forma, tocándole el primer vallenato que me pude aprender. Y ya el arrugado, como le decía mi papá, se me volvió el más fiel de los compañeros; y hasta de noche lo acostaba en mi cama, porque creo que en sueños tocaba mi mejor música».
Mechas acomodó al ciego en la banca y se sentó a su lado. Poco después la buseta estaba llena hasta el tope, y arrancó por las calles rotas del barrio. Abajo se veía la ciudad entre una persistente neblina gris que -a ella se lo habían contado en la cafetería- se llamaba esmog, y que acabaría más tarde o más temprano por asfixiarlos a todos.
El chofer de la buseta, durante los cuarenta minutos del recorrido, cometió no menos de veinte infrac¬ciones: parar en sitios no demarcados, meterse en contravía, subirse por los andenes, cruzar el separador de la avenida, pasarse los semáforos en rojo, realizar cruces prohibidos y varias más. Atropellos que nadie sancionaba, y que eran el pan diario de los conductores de los doscientos mil vehículos de servicio público que congestionaban las calles reventadas de la ciudad. Y por fin Mechas y el ciego bajaron en la esquina de siempre. Ella lo ubicó en el lugar acostumbrado, sentándolo sobre un poyo de ladrillos. Le metió en el bolsillo del saco un talego plástico que contenía arepa y salchichón, le colocó al lado un tarro vacío donde irían cayendo las monedas de los curiosos en el curso del día, y se marchó diciéndole apenas: «A las seis lo recojo». El oyó los pasos alejándose, y después lo invadieron los ruidos habituales: bocinas, sirenas de las ambulancias, gritos de los gamines, insultos, disparos de los escoltas, frenazos, maldiciones.
Suspiró, ya tan cansado como si no fueran las siete de la mañana sino las seis de la tarde. Se colocó el acordeón tensando la correa que lo ataba a su espalda; y uh suspiro largo y lastimero, casi de agonía, sacudió el instrumento. El ciego necesitaba vestir su tristeza con un poco de melodía, y arrancó con los compases de un pasillo que, para colmo de sus males, le dolía en el alma:
Ya no vive nadie en ella
Y a la orilla del camino
Silenciosa está la casa…
«Cuando me echaron del oficio de cartero ya sabía pasillos, y también cumbias y rumbas, me acuerdo que siempre me gustaron porque me parecían especialmente alegres. Me llamaban por mi nombre, porque entonces todavía era Marquitos; no simple¬mente el ciego, como ahora. Me invitaban a matri¬monios, bazares, cumpleaños. El pueblo siempre fue fiestero; se improvisaba un baile por cualquier motivo y a veces sin ninguno, por el sólo gusto de oír música, tomar aguardiente y dar vueltas. Todos éramos amigos de todos. Y Marquitos era indispensa¬ble. Recuerdo que hicimos un trío de película con Pepe, que le rascaba la barriga al tiple con mucha propiedad, y el Cholo, que venía del sur y tocaba un tiplecito pequeño al que llamaban el charango. ¡Qué buenas épocas! Empezaron a contratarnos para serenatas, y fue así como conocí a la Gertrudis, la hija de don Hilario, el que tenía la mejor finca ganadera del valle. La primera vez nos vimos a la salida de la misa mayor, y me regaló una sonrisa tan grande que me alumbró los caminos hasta que me dejaron ciego».
Gime el viento en los aleros,
desmorónanse las tapias,
y a sus puertas cabecean
combatidas por el viento
las acacias…
«Que en otros pueblos había existido la violencia, decían. Que los conservadores cuando estuvieron en el poder dieron en matar liberales, y después los rojos asesinaron a los azules. Pero por donde vivíamos nunca pasó nada. Se oían historias que le ponían a uno los pelos de punta. Pero como no nos tocaron, se nos hicieron tan lejanas como las cacerías de vampiros y de monstruos en las que no creía ya nadie. Nosotros seguimos siendo amigos, compa¬ñeros en esta escuela grande de la vida, como tal vez dice alguna de las canciones que ya olvidé. Mi taita, que viajaba a los mercados vecinos, llegaba a contarnos que la violencia, como la llamaron, se había tragado caseríos, veredas, pueblos. Y pasaron unos años y después hubo una pausita de calma en otros lados, mientras nosotros seguíamos disfrutando de una paz completa, alegrada por las cosechas o por los matrimonios que venían siendo casi la misma cosa».
Algunos se paraban para oír al ciego. Mechas cuidaba que estuviera limpio, peinado, los viejos zapatos brillantes, bien colocadas sobre el caballete de la nariz las gafas oscuras. La presencia del ciego no resultaba desagradable: tal vez un poco triste, como era ahora su música. Por eso se detenían, escuchaban un rato, y algunos le dejaban entre el tarro una moneda. No gran cosa, porque a nadie le sobraba el dinero. O sí le sobraba a mucha gente pero esa era como de otro mundo, andaba por los barrios residenciales, viajaba en carros último modelo o en aviones particulares, y jamás se mezclaría con el populacho que era capaz de pararse a oír tocar al ciego.
Todo ha muerto,
la alegría y el bullicio,
los que fueron la alegría y el calor
de aquella casa,
se marcharon unos muertos
y otros vivos que tenían muerta el alma…
«También la casita de mis taitas se llamaba Las Aca¬cias, y por eso me aprendí el pasillo. Entonces no podía pensar que la letra, tan diciente y tan triste, acabaría aplicándose a mi familia. Porque todos se marcharon muertos, y el único vivo con el alma muerta soy yo, Marquitos, el de las serenatas, el enamorado de la Gertrudis. Pero en esas épocas nadie podía pensar que la violencia, ya no la de godos y cachiporros sino otra mil veces peor, nos caería de sopetón, como si Dios se hubiera encargado de sumar y multiplicar las siete plagas de Egipto para echárnoslas encima con un odio del putas. Y mejor sigo con una música alguito más alegre, porque si me hundo en mis tristezas ya no me sacan ni con anzuelo, y para qué le sirven a uno los recuerdos. El recuerdo es perro traicionero que muerde y después ladra. Pero no se puede espantar, qué rnala suerte, no hay manera de quitárselo de encima. Perro ladino y acompañador, que si se le tira una patada de olvido se aleja un poco pero después vuelve más zalamero que antes. Por eso, mientras empiezo un vallenato, no me queda más remedio que dejar que los recuerdos me llenen como el agua a un frasco vacío. Y me veo con el Cholo y el Pepe, y oigo los tiros afuera, y nos quedamos callados en la mitad del baile. Y claro, esa desgracia de la sangre derramada a la fuerza se volvió cosa de todos los días, de los domingos y entre semana, como dijo el Cholo. Vinieron bandas de guerrilleros, y para alimentarse comenzaron a pedirle al papá de la Gertrudis cuatro vacas, luego a robarle al seco Andrade cinco terneros, y acabaron obligando a los vecinos a contribuir para lo que llamaban la causa. Cual más, cual menos, todos dimos algo. Mis taitas, la tercera parte del maíz de la cosecha. Ya no era el diezmo que antes cobraba la Iglesia, sino que acabó siendo la mitad para la guerrilla. Y a los que no pagaban los iban matando facilito, como matar moscas. Así sentaron su ley, y se hicieron dueños del pueblo y sus veredas. Asesinaron familias enteras y se quedaron con sus fincas. Y pasó tiempo y tiempo durante el cual no mandaron sino ellos, hasta que de la capital despacharon ejército y policía. Y entonces fue peor».
Tal vez ya iba a ser medio día, porque el ciego sintió que muy adentro de las tripas empezaba a caminarle el hambre. Por eso dejó de tocar, sacó su arepa y su salchichón y fue comiendo poco a poco, estirando el bocado lo más que podía, para que el apetito no le llegara por la tarde; para aguantar hasta el chocolate que Mechas preparaba por la noche.
Hizo sonar el tarro, y comprendió que había muy pocas monedas. Le dolían los brazos y la espalda. Antes, en sus diecisiete años, amaba el acordeón: tocarlo era un descanso. Ahora, aunque sólo tenía treinta y nueve, sentía calambres en todos lados, como si el instrumento fuera de metal. Estaba viejo antes de tiempo. Viejo, porque lo que envejece a un hombre no son los almanaques sino los sufrimientos.
Se paró, estiró las piernas, y tanteando el suelo con
un bastón que Mechas le hizo con un palo de escoba,
se dirigió al cafetín de al lado. Ya lo conocían, y le
soportaban la visita de los mediodías hasta la esquina
del orinal. No abandonó ni su acordeón ni el tarro
con las monedas, porque por esos lados había tantos
ladrones que se robaban un hueco. Hizo lo que tenía
que hacer y regresó al poyo de ladrillos, que era como
su trono. Se sentó y ensayó un nuevo son, una rumba,
que poco a poco se fue convirtiendo en una ranchera
triste y llorona, de esas que huelen a adulterio y a
tequila desde lejos.
;
«Los que llegaron a pacificar el pueblo empezaron a darnos palo a*todos, menos a los guerrilleros. Duraron más de un año, y en ese tiempo el río al que íbamos a bañarnos ya no se pudo utilizar porque bajaba lleno de cadáveres. No completos, eso sí: brazos, piernas, cabezas. Y en un amasijo de chulos y más chulos, todo el resto. ¡Qué vaina!, decían los viejos, entre ellos mi taita y don Hilario, el papá de la Gertrudis; esto como que nos resultó peor, porque como nos disparan de un lado y otro están acabando con nosotros. Y hubo reuniones, intervino el cura, se dejó oír el alcalde, y sentaron su protesta los que conservaban algún dinero en ganado o en tierras. Se hizo una votación y decidieron defenderse, y entonces llegaron los paras. No sé de dónde, pero fueron dejándose caer por el pueblo. A unos los trajeron los mismos militares; otros llegaron fugitivos de diferentes cárceles o de empresas de celadores de la vigilancia privada; otros -los maestros- eran extranjeros, hablaban enredado. Y les enseñaron cómo matar, cómo manejar armas que antes no se habían visto. Uno de esos paras se llevó a la Gertrudis, y de ella no se volvió a saber nada. Así que había guerrilla cobrándonos por dejarnos vivir en lo que era de nosotros; había ejército y policía que nos sacaban los entresijos; y había paras que después de haber sido contratados por los dueños de la tierra acabaron volviéndose contra ellos y apo¬derándose de todo. Eso habíamos conseguido, y lo vinimos a comprobar en el último baile. Que de veras fue el último, porque después de lo que pasó esa noche ya no se oyen sino quejidos y disparos, ya no se huelen sino la mortecina y la sangre».
Ya no vive nadie en ella
y a la orilla del camino
silenciosa está la casa…
El ciego no se dio cuenta en qué momento había pasado de la ranchera al pasillo. Las Acacias, la finca de sus padres. El pueblo. La Gertrudis. En los lentos ires y venires de la música estaba todo eso. Los malditos recuerdos que no dejaban de tirarle mordiscos.
Presintió que serían las cinco de la tarde. Una hora más y llegaría Mechas, con el cansancio acumulado durante un día de servir tintos, agua aromática, empanadas, almojábanas, perros calientes, ham¬burguesas y otras comidas plásticas copiadas del pobre repertorio de los gringos. No sentía casi los dedos; una neuralgia permanente le ponía la espalda en llamas, y en los huecos donde una vez tuvo los ojos sentía dos puñaladas que le destemplaban hasta el alma. Rezagos de lo que le hicieron «porque había visto mucho».
«Al baile no fue casi gente, porque ya el principal invitado a todas partes era el miedo. Lo hicimos en la salita de Las Acacias y, como siempre, tocábamos Pepe, el Cholo y yo. Ya de la Gertrudis no quedaban ni las alpargatas. Unos diez días antes, en el pueblo vecino habían matado a dieciséis: tres niños, cuatro mujeres y nueve hombre, que dizque le dieron víveres y animales a la guerrilla. ‘Si no tenemos para nosotros, menos para los demás’, comentó mi viejo. Pero estábamos en lo del baile. Yo había decidido curarme la mordedura de perra con pelos de la misma perra, o sea que andaba tratando de echarme de novia a la Vicenta, que no le desmerecía nada a la Gertrudis. Seríamos unas veinte personas, de pronto hasta dieciséis, sí, dieciséis, número que se había vuelto de mal agüero. Y en la mitad de una rumba carranguera se presentaron los tipos uniformados. Yo con mi acordeón fui a templar al zarzo y me quedé más callado que un muerto. Los de uniforme man¬daron que se tendieran boca abajo en el suelo, y de primerazo mataron como a siete. Luego se ensañaron con mi taita diciéndole que era auxiliador o encu¬bridor; él dijo que no, y de un machetazo le bajaron el brazo derecho. Y para qué más recuerdos, lo fueron matando mientras mi mamá gritaba con unos aullidos que jamás he vuelto a escuchar en mi vida. Al final los asesinaron a todos. Quince, porque yo seguía en el zarzo. Uno de esos perros salvajes le tiró una patada al charango y lo aplastó contra la pared, y otro le disparó con la metralleta al tiple. Y preciso, porque así seguramente estaba escrito, uno dijo: ‘¿Y el acordeonero?’, y me buscaron hasta encontrarme. Al acordeón no le hicieron nada, pero a mí me sacaron los ojos con una bayoneta. Según dijeron antes de largarse, ‘porque había visto mucho'».
Dolorido, fatigado
de este viaje de la vida…
Mechas llegó a las seis y media. Revisó el conte¬nido del tarro, dijo una grosería de marca mayor y se echó las monedas al bolsillo. Le dio al ciego una almojábana que había robado en la cafetería. Después lo fue empujando, con una buena dosis de fastidio y un poco de paciencia, hasta el paradero de la buseta que los devolvería hacia los cerros, donde crecía -con los que seguían llegando de los campos desterrados por la barbarie- el basurero de los desplazados.