Por: Fernando Lillo
El proceso electoral que mejor conocemos es el que lleva a la elección de los cónsules, el cargo político más alto de la República romana. El primer paso era inscribirse como candidato. Para ello se requerían las siguientes condiciones: ser ciudadano romano y estar correctamente inscrito en el censo, haber cumplido 42 años, haber sido antes cuestor, edil y pretor, no desempeñar otro cargo y no estar sometido a ningún proceso criminal . Si el candidato provenía de una familia adinerada y poderosa, tenía bastante más ventajas que alguien en cuyo árbol genealógico no hubiera ningún antiguo cónsul que diera autoridad y prestigio a su candidatura.
Cualidades del candidato
Era necesario también un considerable presupuesto para financiar la campaña, cerca de un millón de sestercios (unos dos millones de euros de hoy en día) o incluso más. Para reunir esta suma el candidato recurría a la familia, los amigos y la clientela influyente, entre la que podía haber hombres de negocios que esperaban obtener algún beneficio a cambio de su apoyo.
A la hora de recuperar lo invertido había que contar con que el cargo no era remunerado y que, al ocuparlo sólo durante un año, el plazo para sacar provecho del poder era muy limitado. Mayor esperanza había en que, tras el consulado, al interesado le tocara en suerte el gobierno de alguna provincia de la que sacar sustanciosos beneficios.
A estos requisitos legales y económicos habría que añadir los relacionados con el carisma del futuro líder: capacidad de trabajo, integridad de vida, inteligencia para actuar con sabiduría en toda ocasión, y sobre todo auctoritas, una palabra latina de difícil definición que vendría a significar la capacidad de una persona para atraer la fidelidad y el respeto de los demás. Las acciones anteriores, como los éxitos políticos y militares, y las promesas de futuros favores eran una excelente carta de presentación del candidato.
En Roma no existían dos partidos políticos como los entendemos hoy en día. Para todo candidato, la clave para ganar consistía en contar con una extensa red de relaciones personales. Tenía que recordar a los que le debían favores que ahora era el momento de devolverlos. Pero eso no era suficiente. En campaña había que conseguir el apoyo de muchas más personas, sobre todo entre las clases de los senadores y caballeros. Era importante contar asimismo con el entusiasmo de los jóvenes y su empuje para ganar adeptos y popularidad. Los candidatos más hábiles intentaban atraerse también a sus enemigos por medio de excusas y promesas de favores y reconciliación.
El sistema electoral
El candidato conocía perfectamente el funcionamiento del sistema electoral romano y eso le permitía orientar su campaña buscando los votos en el electorado adecuado. En Roma, las elecciones de cónsules y pretores se realizaban a través de los comicios centuriados, a los que estaban convocadas las centurias. Éstas eran la división del pueblo romano en armas; por eso había centurias de caballeros (originalmente los que tenían dinero para pagarse un caballo), de soldados de infantería (divididos en cinco clases según la riqueza) y de no combatientes. La clase de los caballeros contaba con 18 centurias; la primera clase de infantería 80; la segunda, la tercera y la cuarta tenía 20 centurias cada una; la quinta 30, y los no combatientes sumaban cinco (dos de ingenieros, dos de músicos y uno de proletarii,personas exentas de la milicia).
En los comicios, cada centuria emitía un voto conjunto después de conocer la opinión individual de sus miembros. Por lo tanto, sólo había 193 votos. La aristocracia tenía distintos medios para garantizar su supremacía. Como la mayoría absoluta se conseguía con 97 votos, los caballeros y la primera clase podían alcanzarla si votaban al mismo candidato. Además, en un principio se empezaba la votación por las primeras clases y se dejaba de votar en cuanto se obtenía la mayoría absoluta. Por ello, en muchas ocasiones las clases inferiores no tenían siquiera la oportunidad de emitir su voto.
Políticos en campaña
La campaña electoral se llamaba en latín ambitus, palabra procedente del verbo Ambeo cuyo sentido es“rondar a alguien pidiéndole algo”. El candidato cambiaba su toga habitual por la toga candida, una toga de un blanco resplandeciente; de ahí procede precisamente el término “candidato”. Este tipo de toga permitía que se viera al candidato desde lejos cuando bajaba al foro. En una ciudad en la que no existían periódicos, radio ni televisión, lo importante era dejarse ver en todo momento.
El candidato no debía dar mítines ni exponer sus ideas políticas, sino que su campaña se basaba en la petición personal del voto llamada en latín prensatio (“apretón de manos”), técnica todavía en uso en nuestros días. La popularidad del aspirante se media por la cantidad de gente que integraba su séquito de acompañantes cuando bajaba al foro. Esto debía hacerse a las horas fijas, para que todos supieran cuándo debían acudir a apoyar a su favorito.
Era también muy importante conocer a los electores por su nombre. Para ello los candidatos, además de confiar en su memoria, podían contar con la ayuda de los nomenclatores, esclavos especializados en recordar a su amo los nombres y la posición de la gente importante e incluso de los menos pudientes. A estos últimos les hacía mucha impresión que el candidato supiera su nombre.
En campaña el aspirante debía adaptar su carácter. Si no era una persona agradable por naturaleza tenía que esforzarse en aparentarlo, de modo que se creyera que era una cualidad natural en él. También era muy apreciada su generosidad, así como los banquetes que pudiera organizar para ganarse al electorado. Además, el candidato debía ser accesible día y noche, tener siempre abiertas las puertas de su casa y mostrar un carácter receptivo en cualquier momento. Y sobre todo, tenía que prometer todo lo que se pudiera e incluso más. Valía también desacreditar a los rivales políticos acusándolos de malas costumbres o de sobornos. Si sabía usar bien todas estas artes, la victoria estaba casi asegurada.
(Revista HISTORIA)