Por Juan Restrepo
La negativa del papa a inmiscuirse en el nombramiento de integrantes de la Jurisdicción Especial para la Paz, pactado en los acuerdos del gobierno de Juan Manuel Santos con las FARC, debería hacer reflexionar al Estado colombiano sobre la necesidad de formar un cuerpo profesional de diplomáticos, que maneje con altura los intereses del país. Digo al Estado y no al Gobierno, porque se trata de un asunto de Estado no de pequeñas mezquindades de los gobernantes de turno, interesados solo en enviar amigos a pasar temporadas en una embajada en el exterior.
La diplomacia colombiana es manifiestamente mejorable, como lo demostró con creces el manejo frente a las pretensiones de Nicaragua en el asunto del archipiélago de San Andrés y Providencia. Los ejemplos de la falta de tacto en las relaciones con los demás países son numerosos y, solo por citar uno relativamente reciente y para mí de clamorosa torpeza, se me ocurre recordar el anuncio del hallazgo del Galeón San José por parte del presidente Juan Manuel Santos al día siguiente de regresar de España, en donde el gobierno de Madrid acababa de premiar a los colombianos intercediendo en Europa para que eliminase el visado Schengen.
Santos no tuvo siquiera la deferencia de contarle a sus anfitriones en Madrid el hallazgo que haría público horas más tarde, aun sabiendo que, aunque solo fuera por razones de preservación de un bien cultural, España también tendría interés en el asunto. ¿Qué habría cambiado si el presidente colombiano hace ese anuncio dos o tres meses más tarde. Nada, absolutamente nada; el tesoro sigue ahí, el gobierno no ha adelantado nada sustancial en su recuperación y perdió la oportunidad de pasar por lo menos por educado. Un buen canciller habría desaconsejado la torpeza de ese anuncio.
Ahora, con el asunto del papa, llueve sobre mojado. Después de lo que ocurrió el año pasado, que el gobierno entusiasmó a la comunidad internacional anunciando la firma del acuerdo de paz para el 26 de marzo y luego lo aplazó sine die, la cancillería colombiana debió haber calibrado mejor la cosa y no insistir en involucrar al papa Francisco. Refresquemos los hechos.
En septiembre del pasado año, tras su visita a Cuba y Estados Unidos, el pontífice confirmó, en declaraciones a bordo del avión que lo conducía de vuelta a Roma, que intervino personalmente por la paz en Colombia a favor del compromiso entre las partes. “Estoy muy contento, siempre quise eso”, dijo. Y agregó: “Cuando supe la noticia de que en marzo se iba a firmar el acuerdo final le dije al Señor: ‘haz que lleguemos a marzo, que se llegue con esta bella intención porque faltan pequeñas cosas, aunque existe la voluntad, de ambas partes’”. Pero llegó la fecha anunciada y no hubo acuerdo.
Pasaron las semanas y llegó el domingo de Pascua, día en que es tradicional una alocución del papa desde su balcón en la plaza de San Pedro, y al impartir la bendición Urbi et Orbi, Francisco pidió por la paz mundial y nombró todos los conflictos que agobiaban entonces al planeta. Mencionó a Siria e Irak, a Libia, Yemen, Ucrania, Nigeria, Sudán, Sudán del Sur, Congo y Kenia. Todos, menos Colombia. ¿Por qué? Una manera muy propia del Vaticano de mostrar la molestia. Una manera de decir: “Sean serios, señores. Si dicen una fecha respétenla o de lo contario, no involucren al papa”.
No existe ninguna cancillería en el mundo que tenga la experiencia y sepa de sutilezas diplomáticas como la Santa Sede. Ni China, con todo y que tiene su gobierno enclaustrado, como el Vaticano, tras muros milenarios en la Ciudad Prohibida. Ni México, en donde el PRI –un partido que gobernó setenta años–, y que tuvo uno de los más prestigiosos ministerios de Exteriores. (Digo tuvo, porque el patinazo con Donlad Trump indica que en la travesía de doce años por el desierto de la oposición perdió finura).
Antonio Garrigues y Díaz Cañabate, un diplomático prestigioso en la época de Franco, embajador de España en destinos como Washington y el Vaticano, decía que era infinitamente más fácil estar acreditado ante la Casa Blanca que ante el trono de San Pedro, entre otras cosas “porque los obispos tienen nueve formas de decir no”. Y en el palacio de San Carlos no se enteran. Después del “mensaje papal” que les enviaron el último día de Pascua, insistieron poner a Francisco a nombrar jueces ad hoc para los delitos del conflicto de medio siglo en Colombia.
Dice un confidencial de la revista Semana que la idea de la frustrada invitación al papa fue de las FARC, y que hubo a propósito contactos de la canciller María Ángela Holguín con el secretario de Estado de la Santa Sede. La iniciativa del arzobispo de Cali, monseñor Darío Monsalve, asociando el voto por el Sí con la honestidad, habría obligado a la Iglesia a declararse neutral, informa también ese medio.
Nunca sabremos qué pasó; además, en las decisiones en las que interviene el Espíritu Santo nos queda difícil entrar al común de los mortales. ¿Y si el arzobispo hubiese actuado no por iniciativa propia, sino por recomendación de Roma? Nicolás de Maquiavelo, padre de la moderna ciencia política, nunca pasará de moda en las cancillerías de rancio abolengo. Y lecciones como ésta podrían enseñarse en una buena escuela diplomática.
Pero claro, mientras el ministerio de Relaciones Exteriores sea una dependencia para enviar a embajadas a los amigos del presidente en ejercicio, militares incómodos o personajes que se sienten más seguros fuera del país, se seguirá patinando en La Haya, en Madrid, en el Vaticano y en Cafarnaúm.