La sirena de Malpelo

Sandra Bessudo en las profundidades del mar.

Desde las profundidades del océano Pacífico colombiano, la próxima ministra Sandra Bessudo trabaja para enseñarle al mundo a preservar la fauna de la isla de Malpelo antes de que sea demasiado tarde.

La primera vez que Sandra Bessudo conoció la muerte, estaba sumergida en el origen de la vida. Sus ojos azul turquesa aún retienen la maravilla de aquel instante final, pero no recuerdan ninguna imagen del otro lado de la existencia: ella perdió el conocimiento al rebasar la barrera de los 80 metros de profundidad en el mar de la Polinesia, pero antes de desvanecerse –y de ser rescatada en la oscuridad– aprendió una lección de la naturaleza. “El hombre se cree un cuerpo glorioso capaz de hacer y deshacer el mundo –dice hoy, al recordar aquel momento vital–, y sin embargo no puede rebasar los límites que impone la Tierra

El agua le ha entregado muchas enseñanzas a esta rubia de 40 años que, sin embargo, conserva un aire de aristócrata adolescente bronceada al fuego lento de la Costa Brava. Una mañana de 1998, cuando buceaba en la soledad azul del Pacífico colombiano, se encontró de frente con una criatura inverosímil que la miraba con el mismo desconcierto y la misma fascinación a 15 pies más abajo del aire caliente de la isla de Malpelo. Ella reconoció enseguida al odontaspis ferox, una desconocida especie de tiburón que contadas veces abandona los abismos marinos para darse una vuelta por las playas. Pero, como siempre sucede, la bella no sintió temor alguno por la bestia. “Medía más de tres metros y era una hembra –recuerda–: lo sé porque tenía las cicatrices que dejan los machos durante el apareamiento”.

La bióloga en la isla de Malpelo.

Muy pocas personas en el mundo han logrado ver aquel curioso escualo, conocido como el ‘monstruo de Malpelo’, y acaso por ello a Sandra Bessudo le pareció toda una revelación. “No fui yo quien lo encontró –dice–: fue él quien me descubrió a mí”. Pero fue precisamente ese descubrimiento el que llevó a la hoy bióloga a crear, ese mismo año, la Fundación Malpelo, destinada a proteger una de las últimas islas del Pacífico todavía rodeadas de vida por todas partes.

“De Sandra recuerdo la imagen del día en que descubrió el mar”, afirma su padre, el zar del turismo Jean Claude Bessudo. Tenía cuatro años la primera vez que ella se puso una careta de buceo para sumergirse en las cálidas aguas de Roatán –vocablo que significa ‘reino celestial’–, la mayor de las islas de la Bahía de Honduras. “Me acuerdo que me topé con un pez Reina del Caribe, con unos colores mágicos que jamás había visto en un animal”, dice ella.

Aquel colorido sortilegio le mostró el camino de la vida. Apenas se graduó en el Liceo Francés de Bogotá, en 1989, se fue para Capurganá a estudiar los rudimentos del buceo en el trópico, y luego hizo un par de semestres de Biología Marina en la Universidad del Valle, atraída quizás por los vientos salados del Pacífico. Ese mismo año se enamoró de una pequeña montaña flotante situada a más de 500 kilómetros de la costa, y cuyas paredes volcánicas descienden casi mil leguas marinas hasta los últimos rescoldos del mar de Balboa: la isla de Malpelo.

“Tanto quería esa zona, que un día me subí a un barco para regañar a sus tripulantes porque hacían pesca ilegal”, recuerda ella de esa época de adolescencia rebelde. Pero lo más curioso es que esa reprimenda dada por una niña de apenas 20 años a un puñado de bárbaros de pelo en pecho, terminó con un apretón de manos y una promesa de honor de parte de los estupefactos piratas del Pacífico.

Sandra Bessudo ya ejerce como consejera presidencial.

Su pasión por la defensa de ese territorio la hacía pregonar a los cuatro vientos las virtudes de una isla cuyo nombre aún es un misterio a pesar de que apareció por primera vez, en el mapamundi de Descaliers, en 1550, bajo el epígrafe de Ye Mallabry. “Malpelo viene del latínmalveolus, que significa mal abrigo”, explica por la bióloga, aunque para ella ha sido su tierra más prometida. Duró dos años tratando de convencer al presidente César Gaviria para que se zambullera en aguas más tranquilas que las de la política, hasta que logró que, en el ocaso de su mandato, el gobernante se pusiera por fin la primera careta de la Nación acaso para descubrir en aquellas aguas que, incluso con el sol a las espaldas, sus enemigos eran más feroces que cualquier monstruo de Malpelo.

Pero cuidar de aquella isla no era una aventura submarina. Por eso aprovechó su herencia francesa para graduarse oficialmente de bióloga marina en la École Pratique des Hautes Études (EPHE), de París, y regresar a Malpelo para estudiar la magia de su hábitat y la importancia de sus vientos. Semejante convicción fue un motor fuera de borda que la impulsó hacia victorias ecológicas como la que logró en 1995, cuando su terquedad fue clave para que el gobierno de Ernesto Samper declarara el islote como santuario de flora y fauna. El director de Parques Nacionales de entonces, Carlos Castaño, le aceptó además el ofrecimiento de trabajar gratis y apenas con el apoyo de cuatro infantes de marina y un suboficial de la Armada nacional.

“Yo conozco mejor las costas del Caribe y el Pacífico colombiano que mi propia casa”, dice ella, aunque también conoce los escasos presupuestos destinados al mantenimiento ecológico nacional. Por eso, tras su simbólico encuentro con elodontaspis ferox en 1999, renunció a su empleo honorífico en Parques Nacionales para crear la Fundación Malpelo, a la que impulsó con la fuerza de cien tiburones. En menos de tres años, por ejemplo, logró reunir más de medio millón de dólares en recursos para la conservación de la isla.

Ese dinero ha servido para importantes proyectos como la restauración del ARC Sula, una chatarra flotante que hoy es reconocido como el primer barco de investigación del Pacífico, o el Seascape, un sistema de telemetría satelital con el cual se miden los movimientos del sphyrna lewini: el tiburón martillo, animal preferido de Sandra Bessudo e insignia de la fundación.

Sandra Bessudo.

Pero el problema ecológico es más que económico. “Los que tenemos cierto nivel de vida somos conscientes de él –opina ella–, porque tenemos una educación y porque no necesitamos de los recursos para sobrevivir, como sí sucede en las poblaciones más pobres. Y sin alternativas ni educación, ¿qué más pueden hacer? A la gente le toca pescar peces de arrecife para poder hacer una sopa”. Y lo dice para subrayar que la enseñanza es tan efectiva como los proyectos científicos. Y por eso a ella se le ocurrió invitar periódicamente a los pescadores de la zona para mostrarles la importancia de combatir la infame caza de tiburones. “Les enseño que estos animales están en la cúspide la cadena alimenticia y que si quieren ver un ecosistema marino en buen estado, tiene que haber tiburones: son los que regulan la salud de los océanos”.

Sandra Bessudo habla con una vitalidad que chisporrotea, que estalla en el aire y que enamora. Y esa cualidad, sumada a su sensual apariencia de sirena dorada, fue la que debió atraer al camarógrafo francés Yves Lefèbre cuando la conoció en la Polinesia francesa. Durante tres años, él tuvo que perseguirla por los siete mares mientras ella hacía lo mismo con varias clases de tiburones a los que intentaba tomarle muestras de ADN. “Fue una labor frustrante –recuerda ella–. Usé desde jeringas y palos y hasta un rallador de queso, pero no pude. Sólo en el 2001 lo logré, finalmente, con un arpón hueco”.

Esa victoria de la ciencia, grabada con la cámara y el corazón de su paciente admirador francés, es el argumento del documental Sandra et le requin inconnu (‘Sandra y el tiburón desconocido’), de Marie Hélène Baconnet e Yves Lefèbre, que ganó el Premio de Conservación de la Unesco y el primer lugar en el Festival Mundial de Imagen Submarina de Antibes, en el 2002. Pero también es el triunfo del amor: camarógrafo y protagonista de ese reportaje se casaron poco tiempo después y la prueba de ese romance es Suani, su hijo de ocho años y uno de los pocos niños en el mundo que hoy dicta charlas ecológicas en el Liceo Francés y que nada con tiburones de verdad. “Obviamente nunca le creen, y entonces me toca ir al colegio para explicarles a sus amigos que lo que él dice es cierto: nada con tiburones”, asegura su madre.

Pero es fácil convencerlos. “Nuestros hijos tienen mucho más conciencia de lo que es la protección del medio ambiente”, insiste. Ella, en cambio, tuvo que luchar hasta contra la ignorancia artística de su generación. Una vez casi despelleja a un amigo suyo, Christien Petron, quien fue director de fotografía de la película Azul profundo.Fue el día en que descubrió que él, en sus tiempos de hippie perspicaz, había escrito un libro de consejos para blanquear corales y ponerlos en la sala como objeto de decoración. “Estoy hablando de los años setenta –recuerda ella–. Hoy, él me dice que no sabía el daño que hacía y ya reconoce que eso es como matar los océanos. Y que se arrepiente de haber escrito ese libro”.

Sandra Bessudo ya lleva más de 10.000 inmersiones en los mares del mundo y ha librado muchas batallas en defensa de su isla, pero aún así se le nota pesimista con respecto al futuro. “En legislación ambiental –opina– Colombia es una potencia. La tiene toda. El problema es hacerla cumplir. Acá prima mucho más la economía que el medio ambiente, sin que se tenga la claridad de que el daño ecológico causado va ser drástico para las generaciones futuras. Mi hijo va a sufrir de cierta forma y estoy segura de que mis nietos van a soportar consecuencias devastadoras”. Tal parece que, entre más conoce al hombre, más quiere a su tiburón.

Sobre German Hernadez

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