Las décadas de Mike
Estas notas que ahora ponemos a circular en la multimedia, ni siquiera se asoman a un bosquejo de biografía; apenas encierran datos y recuerdos de una vida ejemplar, guiados por la sinceridad y la nostalgia.
Mike nació en Piedecuesta. Fueron sus padres don Guillermo Forero Franco y doña Concha Nougués, santandereanos irreductibles pero al mismo tiempo ciudadanos del mundo, y desde pequeño tuvo la fortuna de embarcarse en las rutas de otros países y distintas culturas. Sus hermanos, Marion, Luís Guillermo y Santiago o Jimmy, ya fallecidos, tenían repartidas las nacionalidades, sin olvidar en ningún momento su altivo talante colombiano
Bachiller del Colegio Mayor del Rosario, se graduó como profesor de Educación Física en la Universidad Nacional y más tarde fue a Estados Unidos para obtener el título de bacteriólogo en el Colegio Médico de Jefferson, Filadelfia. Se casó con doña Alicia Pineda, prestante dama cartagenera que lo acompañó durante más de 60 años. Tres hijos, Clemente, Norma y Patricia lo rodean hoy cariñosos, al lado de siete nietos, tres bisnietos y una prolífica y orgullosa parentela que lo tienen como el gran patriarca de la familia.
De Clemente, el primogénito, distinguido académico y profesor emérito de Economía, suele decir, en tono fraterno y gracioso, que ahora parece su hermano menor.
En Filadelfia, le tocó experimentar los más duros momentos de la segregación. Mike fue un rebelde, y siempre estuvo al lado de los desplazados étnicos, sin importarle los insultos o el desprecio de la prepotencia racial.
Dentro de las notas amenas de aquellas épocas en la tierra de la independencia estadounidense, le quedan sus simpatías por la novena de los Filis, que a veces le da algunas emociones en el béisbol de las Grandes Ligas.
Mientras avanzaba en los estudios académicos, el periodismo ganaba terreno en su horizonte. Aun de pantalones cortos, comenzó a recibir sus primeros sueldos y a tomarle cariño a lo que sin duda era una vena que heredaba de su padre.
Al volver a Colombia, después de permanecer durante otro tiempo en Europa y Perú, retomó de lleno el periodismo. Antes había escrito para la revista El Gráfico, pero al desaparecer esta, Cromos lo acogió en sus páginas, y de ahí siguió una larga cadena de medios, hasta su inevitable llegada a El Espectador en 1952. Antes pasó por la radio y fue uno de los creadores de la Polémica de los Deportes de la Cadena Caracol, en compañía del antioqueño Miguel Zapata Restrepo y el bolivarense Humberto Jaimes Cañarete.
Un hecho circunstancial precipitó su viraje definitivo hacia la profesión de toda la vida. Lo alcanzaron a nombrar como bacteriólogo en Montería, y cuando tenía las maletas listas, le llegó una oferta de Cromos para que se quedara en Bogotá. Le pagaban cuatro veces más de lo que antes ganaba y por hacer lo más le gustaba. Fue una buena decisión para el periodismo colombiano.
Tras aparecer en el inolvidable diario de los Cano por iniciativa de Eduardo Zalamea Borda (Ulises), no tardó en darse cuenta de que había llegado a la arcadia del periodismo.
Hoy, después de esa larga e intensa vida, reconoce que fue lo mejor que pudo haberle pasado, porque sin duda estuvo en el mejor periódico del mundo. Antes lo sabía de oídas, y ahora lo comprobaba. La familia Cano, José Salgar, el legendario mono, y otros notables colegas, se encargaban de atizar el fuego del encanto intelectual.
La escuela de El Espectador lo marcó con el sello de lo imborrable. Se dedicó a los deportes, pero siempre estuvo disponible para todos los frentes de trabajo, como era el estilo que hacía carrera en la academia de los Cano. Así se metió en tierra derecha como analista hípico, cubrió la fuente de la Cámara de Representantes, y escribió la columna Caras y Caretas, en la que exponía, con su peculiar estilo, lo bueno y lo malo de la política imperante.
Fue célebre en polémicas y debates sobre diversos temas. Impulsó el retorno de Colombia a los Juegos Olímpicos en 1956. La odisea de un vuelo de más de 36 horas a Melbourne, Australia, puso fin al ayuno de 24 años de ayuno que tenía el país en esos terrenos del deporte universal.
En 1960 les abrió el podio a los deportistas colombianos con la creación del concurso de El Deportista del Año de El Espectador, un certamen que acaba de conmemorar sus bodas de oro.
Mike Forero Nougués estuvo contra la opinión de medio país cuando se enfrentó al maestro Adolfo Pedernera como técnico de Colombia para el Mundial de Chile en 1962. No era partidario del estilo que pretendía imponer, lento y parsimonioso, y del poco apego al trabajo. Entonces, como hoy, se inclinaba por el juego de pases largos y precisos, el ritmo dinámico y profundo. Era un adelantado en la materia. Para esos tiempos ya había lanzado la revista Esfera Deportiva, que mantenía la línea del debate candente y el análisis en profundidad.
Mike le dio aliento decisivo al ciclismo nacional al crear la Vuelta de la Juventud, e hizo célebre La Chiva de El Espectador, que atraía tanto o más la atención que los propios corredores, en las trochas y semicarreteras que entonces hacían de las Vueltas Colombia una lucha feroz ante la adversidad del terreno y el clima hostil.
Fue famosa su columna de Aire Libre, en la que tocaba los temas sensibles del deporte y se exponía a las reacciones más intolerantes, como le ocurrió en Barranquilla cuando debió salir protegido por cadetes de la Armada Nacional, ante la iracundia del público que no le perdonaba sus críticas a la selección de Colombia, formada entonces en su mayoría por jugadores costeños. Un día después escribía en El Espectador: “uno que ha sido marinero sabe como capear las aguas bravas” y agradecía el gesto de los navales.
Una vez se dejó tentar por los llamados de amigos políticos, y aceptó ser director de Coldeportes, bajo el gobierno del doctor Julio César Turbay Ayala. Hizo un manejo pulcro, y se preocupó no sólo por grandes escenarios como el estadio Roberto Meléndez de Barranquilla, de eventos como de los Juegos Nacionales de Neiva, y de tantas otras obras, sino de la suerte del futbolista nacional, al establecer una cuota mínima de ocho de jugadores colombianos por equipo. Fue una forma casi abrupta de acelerar la oportunidad de progreso para el valor nativo, una política audaz que hoy se refleja en las canchas del país y el exterior.
Regresó a la trinchera periodística hasta su retiro definitivo del gran diario, que no del periodismo, después de los criminales episodios que cortaron brutalmente la vida de don Guillermo Cano y socavaron los cimientos de ese centenario templo de la inteligencia y el pensamiento libre e independiente.
¿Cómo era Mike en la redacción de El Espectador? Bueno, mi experiencia se remonta a los comienzos de 1965. Encontré su apoyo, y no tardamos en empezar a construir una sólida relación profesional y de amistad sincera. Mostraba carácter, era innovador y no aceptaba negativas ni la salida cómoda a la hora de realizar una misión del oficio. De vez en cuando entraba en escena su genio piedecuestano (tal vez por qué perdía Santa Fe o le iba mal al Bucaramanga, no recuerdo bien), pero no tardaba en regresar a las aguas mansas de la comprensión y la tolerancia. Transmitía confianza y seguridad a sus redactores. Los orientaba sin egoísmos ni soberbias. Encarnaba al maestro por vocación, decisión y sabiduría.
Mike era estimado por sus compañeros, y guardaba una especial empatía con el director don Guillermo Cano, quien sin duda lo admiraba. Una sensación recíproca, de aprecio y respeto, era visible. La anécdota indica que, si por alguna circunstancia Mike olvidaba el camino hacia el periódico por uno, dos o tres días, don Guillermo no dejaba de preguntarlo, aunque, cuando reaparecía, el regaño no era para él sino para quienes lo acompañábamos en la redacción deportiva. Por eso siempre éramos los más interesados en que volviera rápido. Pero tranquilo don Mike, no habrá más infidencias.
Ahí, sí, una más: cuando emprendía sus reiterados y diversos periplos por el mundo, había que prepararse para un retorno lento y creativo. Se iba por Chile y regresaba por Checoslovaquia, no sin antes pasar por Londres, París o Madrid. Solía llevar ropa para todas las estaciones, por si acaso.
Al salir para los cuarteles de invierno tenía sobre sus espaldas una emocionante e invaluable experiencia de ocho Juegos Olímpicos, siete campeonatos mundiales y un caudal de recuerdos gratos e ingratos que todavía hoy evoca con satisfacción, orgullo o pesar.
Lo del retiro no pasa de ser una forma. Nunca ha dejado de escribir, se dedicó durante varios años a la docencia en la Universidad Santo Tomás, asiste a seminarios, es miembro de la Academia Olímpica, hace notas para un programa radial dominical, colabora con una revista de Cartagena, y deja correr por la vía de la multimedia sus afamados Sermones Laicos, herencia de su padre. Para completar, comparte con sus amigos y pocas veces le falta el paseo en bicicleta. ¿Cuál retiro, don Mike?
Digamos, para cerrar con tono prosaico, que Mike Forero Nougués cumplió la máxima que nos enseñaban los abuelos: plantó un árbol, tuvo un hijo y escribió un libro. El árbol lo trajo de Montreal, Canadá, y lo plantó en los viejos jardines de El Espectador, sobre la avenida 68. Lo ayudó a crecer con el celo de un padre amoroso. Hoy tal vez no existe, arrasado por la horda depredadora del cemento. Sus hijos, en cambio, lo hacen feliz, y la obra Historia de tres mundos: Cuerpo, Cultura y Movimiento, editada por la Universidad Santo Tomás, queda como aporte a la cultura de la educación deportiva. Claro que para medir la justa dimensión de su legado intelectual siempre habrá que repasar las centenarias páginas de El Espectador.
Que Dios lo bendiga don Mike. Seguiremos leyendo los aleccionadores Sermones Laicos, herencia de su padre Guillermo Forero Franco, donde aparezcan y por siempre….Salud.
ESTABAN DEMORADITOS,.JUSTO Y LEGAL A UN GRAN HOMBRE DE ESTE GREMIO.-
Pos sí…
Sorry….. me arrepentí: pos no…