Se han cumplido en sordina veinticinco años del fusilamiento del general cubano Arnaldo Ochoa, acusado de narcotráfico y traición a la patria por el régimen de los hermanos Fidel y Raúl Castro. Nadie se ha ocupado de recordar su muerte en Cuba por razones obvias, ni en el exilio por haber pertenecido Ochoa a la estructura de poder en la Isla que tanto detestan los cubanos de fuera. Arnaldo Ochoa fue, sin embargo, un personaje interesante y su muerte el producto de unas circunstancias que es bueno recordar. Sobre todo en estos tiempos en los que Fidel acaricia uno de sus sueños más queridos como es influir de manera determinante en toda Latinoamérica mediante el petróleo de Venezuela.
Cuba siempre ha sido demasiado poco para Castro como se encargó precisamente Arnaldo Ochoa de contribuir a demostrar con una brillante campaña militar en África que luego le costaría la vida. A mediados de 1989, cuando fue fusilado, no había en el continente americano un solo militar vivo que hubiese ganado con más méritos que Ochoa sus galones de general en tantos campos de batalla. Uno de esos combates de infantería en el desierto africano del Ogadén se estudia aún hoy en muchas academias militares como una verdadera joya de concepción estratégica. Murió como un vulgar narcotraficante pero la realidad es que el general Arnaldo Ochoa fue un héroe demasiado incómodo.
El contacto entre la Revolución cubana y el narcotráfico comenzó en las montañas de Colombia y los primeros testimonios fidedignos de este maridaje se remontan a comienzos de la década de los años 1980. Hoy en día hay quien los conoce bien: algunos supervivientes del Cartel de Medellín, por ejemplo, que purgaron cárcel pero que prefieren guardar un bajo perfil. Quien sí habla sin rodeos cuando se le tira de la lengua es el antiguo jefe de sicarios de Pablo Escobar, John Jairo Velásquez, Popeye. Siendo corresponsal de Televisión Española, entrevisté a Popeye quien me habló abiertamente de los contactos del cartel de Medellín con oficiales cubanos pero la entrevista no se emitió en el informativo de mayor audiencia porque, según el editor de turno en Madrid, aquello “era una ofensa a un gobierno amigo de España”, además “cómo dar crédito a las palabras de un delincuente”. Un ejemplo de la visión beatífica de la Revolución cubana que siempre ha tenido la izquierda española. Eran los tiempos, además, de gobierno del inefable Rodríguez Zapatero.
La cosa es que en un momento determinado de aquellos años, la guerrilla necesitaba armas y los cubanos dinero. Dentro del Ministerio del Interior de Cuba se había creado un organismo llamado departamento de Moneda Convertible, MC, destinado a burlar el embargo norteamericano. Se trataba de una estructura secreta que incluía docenas de compañías fantasmas situadas en diversas partes del mundo, pero especialmente en el Panamá de Torrijos y Noriega. El coronel Antonio de la Guardia, “Tony”, era el jefe de ese departamento. De la Guardia era un hombre poderoso, muy cercano a Fidel Castro, por cuyas manos pasaba la mayor parte de las operaciones clandestinas más delicadas mediante el departamento de Moneda Convertible. Así que de la Guardia, que se servía del MC para sus contactos con la izquierda en toda América, no tardó en comenzar a hacer negocios con la guerrilla colombiana. El dinero de la guerrilla ya había empezado a proceder de las cocaína mediante el llamado cobro del “gramaje” a los narcos que acudían a comprar la pasta base a la selva, de manera que surgió lo que en el lenguaje empresarial contemporáneo se denomina una sinergia. Ambas partes, narcos y cubanos, se unieron de una manera casi natural para maximizar sus beneficios. Primero los cubanos cobraban mil dólares por cada kilo de cocaína que los aviones lanzaban sobre sus aguas. Unas lanchas recogían luego los paquetes y los llevaban a Estados Unidos. Más tarde los narcotraficantes utilizaban las pistas militares para aterrizaje y las relaciones fueron cada vez más estrechas. Hasta que explotó el bombazo en forma de noticia.
Poco después de la visita de Mijail Gorbachov a Cuba en abril de 1989, la prensa cubana sorprendió a propios extraños con una información según la cual habían sido arrestados los generales Arnaldo Ochoa y Patricio de la Guardia -jefe este último de las Tropas Especiales, especie de “rangers” cubanos-, el ex general y ministro de Transporte Diocles Torralba y el coronel Antonio “Tony” de la Guardia, hermano gemelo de Patricio y, como se ha dicho, hombre poderosísimo de la nomenclatura cubana. Junto a ellos también fueron apresados otros oficiales menos conocidos del Ministerio del Interior.
Al principio las noticias fueron muy confusas. Los cubanos enseguida advirtieron que las dos figuras clave eran Arnaldo Ochoa y Tony de la Guardia, pero no resultaba sencillo meter a estos dos personajes dentro del mismo saco. Aunque se conocían y mantenían cierta amistad, Ochoa era un militar que se movía en el ámbito de las Fuerzas Armadas y había pasado gran parte de su vida en misiones en el exterior y de la Guardia, era una especie de James Bond de los servicios cubanos de inteligencia. Tony, hombre audaz, inteligente, pintor aficionado, y con cierto refinamiento intelectual, era capaz de llevar a cabo las misiones más arriesgadas de un hombre de acción. El general Ochoa por su parte, era el oficial de mayor prestigio del ejército cubano, responsable entre otras cosas del éxito de la tropas cubanas en la batalla de Cuito Cuanavale, en Angola, que marcó el comienzo del fin del apartheid en Sudáfrica.
Tras los iniciales momentos de titubeo, rápidamente las autoridades cubanas formularon una acusación concreta: estos militares estaban dedicados al narcotráfico. Se les sometió a un juicio en el que actuó como fiscal el general Juan Escalona, un hombre de confianza de Raúl Castro, ministro de Defensa. Tras un proceso digno de la Unión Soviética estalinista a casi todos se les condenó a muerte con la notable excepción de Patricio de la Guardia. La sentencia del Tribunal Militar, siguiendo la vieja tradición de los clanes mafiosos –todos tienen que mancharse las manos–, fue ratificada por el Consejo de Estado y por numerosos generales que luego fueron llevados a manifestar su conformidad con la ejecución y su desprecio por los acusados. Quienes no se prestaron, o quienes lo hicieron sin demasiada convicción, fueron separados de sus cargos, como le sucedió al general Raúl M. Tomassevich, un cubano de origen eslavo que sentía un genuino afecto por su compañero de armas el general Ochoa.
¿Qué había ocurrido? ¿Habían sido descubiertos unos delincuentes dentro de las estructuras de mando de la honesta e irreprochable revolución cubana y se les castigaba por su felonía? Nada de eso. El delito sí, había sido descubierto, pero no por los servicios de inteligencia cubana, sino por el Drug Enforcement Administration, la DEA norteamericana que persigue el narcotráfico internacional. Sencillamente, el Gobierno cubano había sido cogido con las manos en la masa. La DEA tenía las pruebas de la complicidad con el narcotráfico de la Marina, la Fuerza Aérea, el Ministerio del Interior y hasta del Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba. Los agentes norteamericanos habían infiltrado en la operación a un piloto taiwanés, Hu Chang, que el 8 de mayo de 1987 aterrizó en una de las más secretas instalaciones del Gobierno cubano, en un vuelo procedente de Colombia cargado de cocaína.
Reynaldo Ruiz y su hijo Rubén, dos cubanoamericanos familiares de un alto oficial de los servicios de inteligencia de la isla, Miguel Ruiz Poo, fueron obligados a colaborar con la DEA para reducir las acusaciones que se les formularían por narcotráfico y habían dado al Gobierno norteamericano las pruebas necesarias para que Castro pudiera ser vinculado con el tráfico de cocaína y lavado de dinero. No obstante, decidido a presentar el caso de manera totalmente irrefutable, el Gobierno norteamericano quiso tenderle una trampa nada más y nada menos que al ministro del Interior, el general José Abrantes, y para ello sacó de la cárcel a un narcotraficante cubano llamado Gustavo Fernández, que en el pasado había colaborado con la CIA, y le propuso una sustancial rebaja de su pena si se prestaba a montar la celada. El plan incluía el apresamiento en aguas internacionales de Abrantes y su posterior presentación a los tribunales y a la prensa. Gustavo Fernández, naturalmente, aceptó, pero en un descuido de quienes lo vigilan escapó a La Habana y contó todo lo que sabía: iba a estallar un gran escándalo y Castro, vinculado al tráfico de cocaína quedaría al mismo nivel del panameño Manuel Antonio Noriega, figura absolutamente desacreditada por aquellas mismas fechas.
Esto ocurrió entre abril y mayo de 1989. Fidel tenía por qué preocuparse. Sabía que esta vez los norteamericanos podían destruir su imagen. Montó en cólera y culpó a Tony de la Guardia. Tony había puesto en peligro a la Revolución al actuar con una mezcla de audacia e irresponsabilidad. Ahora Estados Unidos tenía un pretexto para invadir a Cuba, como hizo en la Panamá de Noriega. A sus ojos, el delito de Tony no era el narcotráfico, algo de lo que Castro estaba perfectamente enterado, pues era una práctica frecuente desde años atrás. Vender droga en Estados Unidos era también una forma de “debilitar al imperialismo yanqui”, como reveló a la prensa Juan Antonio Rodríguez Menier, mayor de los servicios de inteligencia que desertó a Estados Unidos, en una entrevista concedida a El Nuevo Herald poco antes del escándalo. Ése no era el problema. El delito de Tony era la imprudencia. Y la imprudencia, en este gravísimo caso, era traición a la patria. Pero para Castro había otro elemento tan inquietante como las pruebas del narcotráfico que tenía la DEA: los servicios de contrainteligencia del Gobierno cubano, dirigidos por el general Colomé Ibarra, le habían puesto sobre su mesa las comprometedoras grabaciones de varias conversaciones entre los gemelos Tony y Patricio de la Guardia, Diocles Torralba y Arnaldo Ochoa. Se burlaban de él y de su hermano Raúl. Hacían chistes sobre los delirios de Castro para que sus científicos diseñasen una “minivaca” casera que diese cuatro litros de leche a cada hogar cubano, opinaban positivamente de Gorbachov y de la perestroika y se quejaban de la ortodoxia estalinista del Gobierno.
Se reían de Castro y por tanto no le temían. Ya no eran unos revolucionarios leales. Se habían convertido en unos desafectos cercanos a la conspiración. Algo realmente peligroso porque Ochoa estaba a punto de hacerse cargo de la dirección del Ejército de Occidente –que incluía La Habana–, mientras Patricio de la Guardia acantonaba allí mismo sus tropas especiales. Aunque en ese momento no había una conspiración en marcha, potencialmente podría haberla, porque se había relajado un principio de autoridad fundado en el respeto ciego al caudillo. Peor aún, después de regresar de su brillante campaña en Angola y ser designado para ocupar la jefatura del Ejército de Occidente, la más poderosa rama de las fuerzas armadas del país, Ochoa solicitó que se le subordinasen la Marina, la Aviación y las fuerzas Antiaéreas, hecho que despertó la suspicacia de los hermanos Castro como ellos mismos confesaron.
Ante esa situación, Fidel decidió cortar por lo sano. Tomó una decisión drástica. Hizo arrestar a Ochoa, a los gemelos de la Guardia y a otros oficiales menores –una forma de implicar a toda la cadena de mando– a los que juzgaría públicamente. Lograba, por encima de todo, defender su propia imagen. Dado que negarlo era inútil, admitió que, efectivamente, existía tráfico de cocaína, pero que todo había ocurrido a sus espaldas. Fusilando a su general de mayor prestigio y al espía más aguerrido creyó presentar la mayor prueba de su inocencia. Pero, además, daba así un escarmiento en el Ministerio del Interior y entre los funcionarios del “aparato”. Todo aquel que manifieste veleidades de glasnost o perestroika tan de moda con la llegada Gorbachov a la URRS, sabía ya lo qué le esperaba.
Con las eficaces “técnicas de ablandamiento” de los servicios de seguridad los acusados terminaron admitiendo el “riesgo en que habían puesto a la patria” y decidieron cooperar esperando ser perdonados. A veces se salían del guión, había que detener el juicio, repasar las declaraciones y volver a empezar. Pero, al final los condenan a muerte. El ministro del Interior, José Abrantes, no estuvo de acuerdo y se atrevió a decírselo a Fidel Castro: “Tú sabías perfectamente lo que ellos hacían; y ni siquiera todos, pues Ochoa jamás tuvo nada que ver con esas operaciones”, le reclamó Abrantes. Castro lo hizo detener y encarcelar. Poco después murió en la cárcel de un sospechoso infarto. Tenía unos cincuenta años y procuraba mantenerse en forma con ejercicios diarios. Sus compañeros de celda y sus familiares estuvieron convencidos de que lo mataron. La palabras de Abrantes, conocidas luego de su encarcelamiento, “tú sabías lo que hacían” y “Ochoa jamás tuvo que ver con esas operaciones”, son un fardo que pesará en la historia de la Cuba contemporánea.
¿Quién era Ochoa y por qué dijo Abrantes que el general no tuvo que ver con esas operaciones? A finales de la década de los sesenta, Arnaldo Ochoa fue un personaje clave en el surgimiento de focos revolucionarios en América Latina. Luego se desplazó a África donde reorganizó los restos de la guerrilla que el Che Guevara había llevado al Congo. Comenzó la preparación de combatientes de Namibia, Zimbabwe, Mozambique, los comandos sudafricanos del Congreso Nacional Africano, los combatientes del PAIGC de la Guinea Portuguesa y del MPLA, la guerrilla marxista angoleña.
Fue el alumno no soviético más brillante de la prestigiosa academia militar Frunze del Ejército Rojo; fue asesor del general norvietnamita Nguyen Giap, artífice del asalto final a Saigón, y conformó la fuerza de comandos del presidente de Sierra Leona Siaka Stevens.
En la guerra de Yon Kippur entre Israel y los países árabes en 1973, se puso al frente de una brigada de tanques que emplazó en los altos del Golán y logró lo que antes y después nunca se conseguiría en los conflictos militares árabe-israelíes: detener el asalto del legendario primer Ejército de Tanques de Israel.
Tras la crisis de Etiopía que acabó con la caída del emperador Haile Selassie, el triunfador de la revuelta militar, Mengistu Haile Mariam, acudió a los cubanos en 1975, para que le sacasen las castañas del fuego en Eritrea y en el Ogadén y fue el general Ochoa quien llegó a ponerse allí al mando de treinta generales del bloque oriental, incluyendo soviéticos, cubanos, alemanes orientales y polacos. Tal era el grado de confianza que tenían en Ochoa los propios soviéticos.
Ochoa fue el principal asesor militar cubano de los sandinistas de Nicaragua, pero la joya de la corona del general Ochoa fue Cuito Cuanavale entre finales de 1987 y comienzos de 1988 durante la guerra civil angoleña. En la frontera con Namibia, en una localidad estratégica que el propio Castro daba por perdida a manos de las fuerzas sudafricanas, Ochoa revirtió la situación actuando con criterio diferente a Raúl y Fidel Castro con quienes ya había una clara rivalidad. La batalla de Cuito Cuanavale fue el comienzo del fin del apartheid en Sudáfrica y el primer paso para un acuerdo entre las grandes potencias que obligarían a una retirada de las tropas cubanas. La detente dejó “desocupado” al ejército cubano. Fidel, como en 1962 cuando la crisis de los misiles, volvió a ser sujeto de las decisiones de las grandes potencias. El más brillante de sus generales estaba contribuyendo a un resultado que ya Fidel había rechazado y descalificado. Ochoa habría de pagar por ello.
Según el Tribunal de Honor y el Tribunal Militar Especial, en el curso de la campaña de Cuito Cuanavale, que duró varios meses, Ochoa estuvo coordinando operaciones de narcotráfico en La Habana, cosa que resultaba francamente difícil. En el análisis de los acontecimientos que hazo Raúl Castro, antes de señalar los delitos por los que se le acusaba, volcó sobre Ochoa una andanada de adjetivos denigrantes de índole personal, con lo que abonaba el terreno para lanzar luego los cargos más graves. Dijo de él que era presuntuoso, arrogante, charlatán, inmoral, ambicioso, demente y aventurero. Si Ochoa, antes de su arresto, mostró los defectos que Raúl le señalaba y que a la postre lo llevaron a cometer los delitos que se le atribuían, cabe preguntarse por qué sus superiores no lo destituyeron oportunamente de sus cargos para evitar que incurriera en la conducta delictiva que se le atribuyó. Y no sólo eso: ¿por qué lo colmaron de honores militares y estuvieron a punto de conferirle el mando del Ejército de Occidente? Como el principal inculpado de semejante omisión obviamente sería el propio ministro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, para justificarse Raúl Castro adujo que antes de su detención sólo tenía indicios de las faltas morales de su subordinado, y ninguna prueba que lo hubiera llevado a tomar en su momento la determinación de separarlo de sus cargos.
En la madrugada del 13 de julio fue aplicada la pena de muerte a Arnaldo Ochoa y a otros tres acusados. No los fusilaron en los fosos de la antigua fortaleza de La Cabaña, donde suelen llevarse a cabo las ejecuciones, ya sea antes del amanecer o, para amortiguar el estruendo de la descarga de la fusilería, a las nueve en punto de la noche, al tiempo que se dispara el cañonazo del Morro en recuerdo de la práctica colonial con la que se anunciaba el encadenamiento de la bahía. Los fusilaron en un potrero aledaño a la base aérea de Baracoa, al este de La Habana, poco antes de que dieran las dos de la mañana de aquel 13 de julio de 1989.