Por: Juan Camilo Restrepo
El ideal de la humanidad en estos difíciles momentos que se viven es llegar pronto a la “inmunidad de rebaño”. O sea, alcanzar un escenario en el que el coronavirus se convierta en una enfermedad más, de carácter endémico, contra la cual proceden medidas individuales como la vacuna contra la influenza. Pero donde el riesgo de un contagio masivo desaparezca.
Ahora bien, para alcanzar ese escenario se requiere vacunar al 60%-70% de la población toda. No solamente la de cada país. Mientras eso no se logre los vacunados quedan inmunizados individualmente por un tiempo, pero la comunidad como grupo restará vulnerable al contagio.
¿Va la humanidad por buen camino para alcanzar la “inmunidad de rebaño”? ¿O, por el contrario, estamos avanzando por el camino de una falsa autarquía sanitaria en virtud de la cual los países más ricos están vacunando a marchas forzadas a sus poblaciones creyendo que el virus se detiene en sus fronteras, y desentendiéndose de lo que está sucediendo -o puede suceder- en los países más pobres del planeta?
En la semana que acaba de concluir tuvieron lugar dos importantes reuniones internacionales que han dado pistas para responder la pregunta planteada. La primera fue la del consejo extraordinario de seguridad de las Naciones Unidas que se convocó especialmente para revisar la situación actual de la pandemia. La segunda, el cónclave del G-7, el grupo de los países más ricos del mundo que funcionó virtualmente bajo la dirección de Boris Jonhson el primer ministro del Reino Unido.
En ambas reuniones, tácita o explícitamente, quedó en claro que el mundo se está moviendo en la lucha contra la pandemia por la vía trazada por un nacionalismo sanitario mal entendido; que estamos caminando por la ruta impuesta por el egoísmo de las grandes potencias; y que vamos en la dirección incorrecta -como planeta- para llegar a la tan deseada “inmunidad de rebaño”.
Infinidad de datos se dieron durante estas dos reuniones de los cuales vale la pena resaltar apenas dos: el 10% de los países han acaparado las vacunas producidas en el mundo al paso que al 70% de la población mundial (la de los países más pobres) no le están llegando vacunas. Y otro dato inquietante: de los 200 millones de dosis que se habían inyectado en el mundo hasta la semana pasada, 45% se han aplicado en solo siete países.
Un áspero capitalismo salvaje y cegatón está orientando la política mundial contra la pandemia. Da la impresión que lo que prevalece es la máxima del “sálvese quien pueda” y, naturalmente, quienes creen ser los mejor dotados en esta emergencia son los países más ricos. Pero pueden estar avanzando hacia una equivocación mayúscula con su ceguera egoísta.
La lógica de “sálvese quien pueda” está inmunizando individualmente a capas de población crecientes de los países ricos. Pero eso no significa que vamos en la dirección correcta de alcanzar la ambicionada “inmunidad de rebaño” en el mundo como un todo. La revista The Economist que viene publicando semanalmente una serie de excelentes informes sobre la pandemia ha puesto de presente además cómo la indiferencia de los países más opulentos está cocinando el caldo para que se pelechen las nuevas cepas, más agresivas aún que las primeras. Y que pueden filtrarse de un país a otro con facilidad pues no conocen puestos aduaneros que las detengan. El coronavirus no reconoce fronteras.
Infortunadamente las voces que en un comienzo se escucharon reclamando que las vacunas contra la pandemia no podían quedar protegidas por desuetas normas de patentes privadas en favor de los grandes laboratorios, sino que eran un bien público universal, se han apagado. Comenzando por la del Papa Francisco que alertó desde la primera hora que, por ser un problema mundial, lo lógica con que se manejara la pandemia debía ser también una lógica universal y solidaria. En la que los medicamentos no podían ni producirse ni distribuirse bajo la ley de hierro del capitalismo salvaje. Esas voces no han sido escuchadas. Y las cosas siguen avanzando bajo los parámetros fríos e inflexibles del “laisser faire, laisser passer”.
En la reunión del G-7 los países más ricos, quizás porque empieza a remorderles la conciencia o tal vez porque están comprendiendo que sus lógicas obtusas de buscar a toda costa una autarquía sanitaria nacional mal entendida no están haciendo otra cosa que alejarlos a ellos también de la ambicionada “inmunidad de rebaño”, se comprometieron a dar algunas migajas a través del pool de vacunas de la OMS para los países pobres. Es algo, pero no es suficiente.
Nunca como ahora se había necesitado de tanta lucidez colectiva en la lucha contra la pandemia. Ojalá los países más ricos lo comprendan pronto. Antes de que sea muy tarde.
El ideal de la humanidad en estos difíciles momentos que se viven es llegar pronto a la “inmunidad de rebaño”. O sea, alcanzar un escenario en el que el coronavirus se convierta en una enfermedad más, de carácter endémico, contra la cual proceden medidas individuales como la vacuna contra la influenza. Pero donde el riesgo de un contagio masivo desaparezca.
Ahora bien, para alcanzar ese escenario se requiere vacunar al 60%-70% de la población toda. No solamente la de cada país. Mientras eso no se logre los vacunados quedan inmunizados individualmente por un tiempo, pero la comunidad como grupo restará vulnerable al contagio.
¿Va la humanidad por buen camino para alcanzar la “inmunidad de rebaño”? ¿O, por el contrario, estamos avanzando por el camino de una falsa autarquía sanitaria en virtud de la cual los países más ricos están vacunando a marchas forzadas a sus poblaciones creyendo que el virus se detiene en sus fronteras, y desentendiéndose de lo que está sucediendo -o puede suceder- en los países más pobres del planeta?
En la semana que acaba de concluir tuvieron lugar dos importantes reuniones internacionales que han dado pistas para responder la pregunta planteada. La primera fue la del consejo extraordinario de seguridad de las Naciones Unidas que se convocó especialmente para revisar la situación actual de la pandemia. La segunda, el cónclave del G-7, el grupo de los países más ricos del mundo que funcionó virtualmente bajo la dirección de Boris Jonhson el primer ministro del Reino Unido.
En ambas reuniones, tácita o explícitamente, quedó en claro que el mundo se está moviendo en la lucha contra la pandemia por la vía trazada por un nacionalismo sanitario mal entendido; que estamos caminando por la ruta impuesta por el egoísmo de las grandes potencias; y que vamos en la dirección incorrecta -como planeta- para llegar a la tan deseada “inmunidad de rebaño”.
Infinidad de datos se dieron durante estas dos reuniones de los cuales vale la pena resaltar apenas dos: el 10% de los países han acaparado las vacunas producidas en el mundo al paso que al 70% de la población mundial (la de los países más pobres) no le están llegando vacunas. Y otro dato inquietante: de los 200 millones de dosis que se habían inyectado en el mundo hasta la semana pasada, 45% se han aplicado en solo siete países.
Un áspero capitalismo salvaje y cegatón está orientando la política mundial contra la pandemia. Da la impresión que lo que prevalece es la máxima del “sálvese quien pueda” y, naturalmente, quienes creen ser los mejor dotados en esta emergencia son los países más ricos. Pero pueden estar avanzando hacia una equivocación mayúscula con su ceguera egoísta.
La lógica de “sálvese quien pueda” está inmunizando individualmente a capas de población crecientes de los países ricos. Pero eso no significa que vamos en la dirección correcta de alcanzar la ambicionada “inmunidad de rebaño” en el mundo como un todo. La revista The Economist que viene publicando semanalmente una serie de excelentes informes sobre la pandemia ha puesto de presente además cómo la indiferencia de los países más opulentos está cocinando el caldo para que se pelechen las nuevas cepas, más agresivas aún que las primeras. Y que pueden filtrarse de un país a otro con facilidad pues no conocen puestos aduaneros que las detengan. El coronavirus no reconoce fronteras.
Infortunadamente las voces que en un comienzo se escucharon reclamando que las vacunas contra la pandemia no podían quedar protegidas por desuetas normas de patentes privadas en favor de los grandes laboratorios, sino que eran un bien público universal, se han apagado. Comenzando por la del Papa Francisco que alertó desde la primera hora que, por ser un problema mundial, lo lógica con que se manejara la pandemia debía ser también una lógica universal y solidaria. En la que los medicamentos no podían ni producirse ni distribuirse bajo la ley de hierro del capitalismo salvaje. Esas voces no han sido escuchadas. Y las cosas siguen avanzando bajo los parámetros fríos e inflexibles del “laisser faire, laisser passer”.
En la reunión del G-7 los países más ricos, quizás porque empieza a remorderles la conciencia o tal vez porque están comprendiendo que sus lógicas obtusas de buscar a toda costa una autarquía sanitaria nacional mal entendida no están haciendo otra cosa que alejarlos a ellos también de la ambicionada “inmunidad de rebaño”, se comprometieron a dar algunas migajas a través del pool de vacunas de la OMS para los países pobres. Es algo, pero no es suficiente.
Nunca como ahora se había necesitado de tanta lucidez colectiva en la lucha contra la pandemia. Ojalá los países más ricos lo comprendan pronto. Antes de que sea muy tarde.
EPM o la historia de un destrozo institucional
Por: Juan Camilo Restrepo
Las empresas públicas de Medellín (EPM) tienen la característica de ser la única prestadora integrada de servicios públicos que existe en Colombia. Por tanto, su gerencia debe tener un alto carácter técnico por la complejidad de los asuntos que maneja y su diaria gestión debe estar ausente de la politiquería. Esto, en líneas generales, se había logrado en sus largos años de vida corporativa. Hasta esta semana cuando todo se estropeó por las actitudes arrogantes del alcalde de Medellín.
El Municipio de Medellín es el dueño de EPM. Su patrimonio es de todos los Antioqueños, principalmente de los habitantes del valle de Aburrá. Por eso, además de ser una de las empresas de servicios públicos más respetadas de América Latina y ciertamente de Colombia, todo lo que sucede en EPM es de interés ciudadano.
Como el dueño de EPM es el municipio de Medellín su alcalde preside la junta directiva. Es lo natural y así lo reflejan sus estatutos. Sucede algo similar- guardadas naturalmente las diferencias- con lo que acontece en la junta directiva del Banco de la República donde el ministro de hacienda preside la junta del Banco.
Pero ni el ministro de hacienda es un todo poderoso mandamás en el banco emisor, ni los caprichos políticos del alcalde de turno de Medellín tienen porqué avasallar a los otros miembros de la junta que él preside donde simplemente debe coordinar una gestión. Pero nada más. Ni tampoco le es permitido violar burdamente las más elementales normas corporativas que rigen tan importante empresa. EPM no es una secretaria del despacho del alcalde.
Estas verdades elementales son las que parece haber olvidado el alcalde Quintero de Medellín. Y las que han envenenado el clima corporativo de EPM en estos últimos días. Con arrogancia insólita que nunca se había visto en las relaciones gerente- alcalde está manejando los asuntos institucionales a punta de absurdos diktat politiqueros: nómbreme a éste; destitúyame a aquel; olvide que fulano no cumpla con los requisitos mínimos para ocupar tal o cual puesto; el gerente no puede hablar con los medios sino una oscura delegada del alcalde en EPM que ni siquiera es antioqueña; anunciando hoy una renuncia inexistente del gerente al terminar una reunión de la junta directiva y decretando mañana la insubsistencia del gerente, al que por otra puerta estaba hipócritamente solicitándole la renuncia pero elogiándolo en público.
El gerente saliente de EPM manejó con altura estos epilépticos manejos del alcalde. Podría decirse que su salida fue más digna que su llegada. Y quedan en el historial de sus ejecutorias durante el escaso año que estuvo al frente de esta importante empresa logros indiscutibles.
Es triste realmente ver a una empresa tan importante como EPM sometida a la piñata tosca de la politiquería, como no se ve ni en los consejos municipales de los municipios más pequeños. Las relaciones de EPM con la administración municipal de Medellín están, además de sus estatutos, regidas por un código de buenas prácticas corporativas. Todas las normas y límites que ese código impone se las llevó de calle el alcalde Quintero envuelto en una megalomanía que no parece tener límites. Que destruye la credibilidad corporativa de EPM. Y que le va a traer a Medellín y al país grave demérito ante la comunidad financiera y los bancos multilaterales.
Las empresas prestadoras de servicios públicos en general y EPM en particular son pieza esencial en la democracia colombiana. Y muy especialmente en estos tiempos de pandemia en que los servicios públicos han jugado un papel crucial para que Colombia no se paralice a pesar de los confinamientos. Y para que aún en los delicados tiempos que vivimos los servicios públicos hayan podido seguir prestándose de manera continua y confiable.
La desconsiderada y atolondrada actitud del alcalde de Medellín, creyendo que por ser el burgomaestre del municipio dueño de EPM todo le está permitido, le acarreará a esta empresa tan querida por los antioqueños y por el país todo, daños que ojalá no terminen siendo irreparables.