@ruffinoacosta
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Cuando tenía unos ocho años de edad, nuestra casa estaba en Buenos Aires, una especie de barrio grande de Fundación (Magdalena), al otro lado del río. De vez en cuando nos aventurábamos, al lado de mi hermano Orlando Alberto (Q.E.P.D.), el mayor, siempre osado para todo, a correr detrás de los vagones del ferrocarril que venía desde Santa Marta, después de atravesar la zona bananera, para tratar de alcanzarlo y hacer el paseo de rigor hacia el vecino de las calles que arden. Eran travesuras peligrosas, porque nos exponíamos a una caída, un resbalón u otro accidente propio de tales peripecias en ese » diablo al que le llaman tren», como lo inmortalizó el maestro Escalona. Claro que tal cosa no pasaba por las mentes de niños que ya se las daban de grandes y tomaban aquello como un divertido reto, un pasatiempo al aire libre . Las aguas del río Fundación, que pasaban por debajo del puente, parecían lejanas, apenas un murmullo.
Deben suponer ya, desde luego, que nuestro padre, don Juan Federico, hombre noble y severo, desconocía por completo de que dos de sus hijos estuvieran en semejantes andanzas maratónicas detrás de un vagón en marcha. No tenía la menor idea. Pero, como nunca falta, habría de suceder, una vecina acuciosa nos pilló en flagrancia, y más se tardó en volver a casa que en buscarlo para el clásico chivateo. “Yo los vi con mis propios ojos”, decía para que no dejar dudas.
Fuimos, por lo menos aquel día en particular, a la excursión ferrocarrilera de corto alcance, la gozamos y poco después volvimos a casa, como si nada, frescos y despreocupados, sin saber que la correa nos estaba esperando detrás de la puerta. Debo confesar con cierto sonrojo que esa, como de otras, me salvé, porque al menor casi siempre le tienen cierta consideración a la hora del castigo reprendedor. Orlando Alberto, en cambio, sufrió varios cimbronazos en las piernas. Algunas veces fue al revés, aunque pocas. Hoy dirían que eran maltratos alienantes y no modos de educar y enseñar disciplina. Los tiempos son otros y también los métodos. Viví la época y nunca me sentí “traumatizado”. Pero esa es harina de otro fardo.
Las anécdotas ferrocarrileras vienen a la memoria en el mes del natalicio de Orlando Alberto, un ser humano como pocos al que tal vez nunca le dije con suficiente empeño cuánto lo quería y cuánto lo admiraba, por su bondad, espíritu de sacrificio, solidaridad, alegría y desprendimiento. Para su viuda, Eucaris Granados, y sus descendientes, hijos y nietos, este pequeño homenaje de hermano nostálgico en el que se plasma también el sentimiento fraternal de la familia. El primero de mayo habría cumplido 74 años. Falleció cuando todavía estaba en los espléndidos 65.