La “colombianidad”
Hace algunos días se publicó una de esas páginas de relumbrón en las que el ingenio de algún periodista sin tema buscaba afanosamente encontrar las claves de la “colombianidad”.
El angustiado zapping nos llevaba del guayuco al smoking, del caviar al sancocho, de la prepagada al Sisbén, del chicharrón al sushi, tratando desesperadamente de encasillar al colombiano medio en esa media que nos permita poder decir que tal o cual cristiano es colombiano.
Esto de llamar “cristiano” a cualquier “tal o cual”, conlleva una petición de principio pues está por demostrarse si la apertura que en asuntos confesionales creó la Constitución de 1991 arropa como ciudadanos a todos esos que llamábamos cristianos en nuestra jerga coloquial, antes de la toma lingüística en la que “un man” arrasó con judíos, “polacos” o “turcos”, como llamábamos en Bogotá a todo comerciante que subiera al altiplano con su carga de “carpetos y mercancía barata”; a las gitanas recamadas del mugre que fluía de los volantes multicolores de sus faldas etéreas y en los mil perendengues con que se adornaban el cuerpo, hasta designar con la misma palabreja indecente la majestuosa desnudez de un nativo Nukak-Makú.
Un “man” puede también ser un gringo, palabra que describe a todo individuo que tenga el pelo “mono” y que hable con cualquier tipo de acento: a la cosmetóloga francesa que anuncia la crema limpiadora que debe “espajcirse ya sea por las manos o la caga” o al técnico importado que encuentra “fauliadas” y posiciones “orsay” por todas partes.
¿Sólo por estas peculiaridades en su “indiosincracia” son ellos menos colombianos que el costeño, el valluno, el rolo o el paisa? La tal “colombianidad” va más allá de la papa chorriada, el suero, el mute o la pepitoria. Estas son variantes de una comida nacional, rica en matices y versiones de los productos autóctonos de cada región, que sigue a la espera de una interpretación despojada del provincianismo malsano que quiere ver en la arepa una superioridad “ontológica” respecto del bollo limpio.
Lo mismo hay que decir de la música y de nuestros bailes típicos. Nuestra diversidad va más allá del folclorismo trasnochado y desueto que han impuesto los folletos turísticos y el regionalismo salvaje. No se ha trabajado en una concepción unificadora en la diversidad que brinque por encima de los límites de la parroquia y trabaje por una identidad incluyente que venza las tontas apetencias aldeanas y amplíe así sea a nivel departamental las ínfulas de superioridad de cada municipio.
Y todo esto sin entrar a la risible necesidad de ese imperativo nacional que intenta magnificar cualquier pequeña manifestación parroquial en resonante suceso de relevancia internacional.
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