Por Ricardo Rondón Ch. La pluma herida
Quizás la letra más lacerante, pero por cierto la más emblemática de la llamada música del recuerdo, es “La cama vacía”, en la voz inconfundible de Óscar Agudelo.
Es difícil oírla en las estaciones radiales de estos tiempos, cuando la programación se ha volcado a lo foráneo, al crosover, a la música de consolas y sintetizadores, y a esa nueva banda sonora de la esquizofrenia y la obscenidad colectivas: el reguetón.
Ahora que degusto un tinto en la barra del septuagenario café Mercantil, en el centro de Bogotá, me sorprende su propietario, Mario Echeverri, con esta cantata entre parlantes, este tango de la tragedia y la ingratitud humanas, original del argentino Carlos Espaventa, y viene a mi memoria su intérprete en Colombia, el cantor que en su “voz aguardientosa y de amargura llena” la convirtió en una suerte de responso de rockolas y de ánimas en pena, en esos almacenes de la añoranza que son los cafés a la antigua -pocos quedan-, donde copisoleros de la urbe se apean para remojar en anís vacíos, infortunios y tristezas.
¿Qué será de la vida de Óscar Agudelo?, le preguntó a Mario mientras este despacha una botella de vino espumoso “Gran Brindis” a una esbelta mesera que ella cambia por fichas.
“Si no sabe usted mijito, que lo ha entrevistado varias veces”, replica Echeverri con su marcado acento paisa. Mario, fiel a la melodía de arrabal, es el notario puntual del cancionero del legendario intérprete de “La cama vacía”, y de todas sus páginas: “Hojas de calendario”, “El redentor”, “China hereje”, “Desde que te marchaste”, entre más de 300 canciones grabadas en cuarenta y tres producciones en acetato, casete y discompacto.
El psicoanalista de copas, detrás del mostrador del “Mercantil”, se ha pasado los últimos cuarenta años de su vida nutriendo su disco duro del pentagrama del arrabal y el despecho, y no hay tarde ni noche que no se escuche en su recinto clásicos de su favoritismo como “La copa rota”, en la voz de Alci Acosta; “Viejo farol”, entonada por “El Caballero Gaucho” (y del mismo, “Viejo juguete”), “Hola soledad”, en la versión de Rolando Laserie; “Nuestro juramento”, inmortalizada por Julio Jaramillo; “Yolandita”, trinos de guitarra puntera y voz de Lucho Bowen; “Vendaval” y “Lamparilla”, de Tito Cortés; y “La cama vacía”, con el rezongo lastimero del gran Óscar Agudelo, parábola en tiempo de tango de la indiferencia y el olvido:
Cuando uno está en condición/ tiene amigos a granel/ pero si el destino cruel/ hacia un abismo nos tira/, vemos que todo es mentira/ y que no hay amigo fiel.
La premisa de Echeverri y la máxima demoledora de Espaventa me hicieron helar la sangre. Busco en la base de datos su contacto telefónico, con la esperanza de que Óscar no haya cambiado de celular o no haya partido para remotas tierras. Al cabo del cuarto timbrazo, contesta. ¡Eureka!, el mismo. Hacía años que no hablaba con él. El saludo, efusivo, como de costumbre. Concertamos la cita en su casa para el día siguiente. En punto de las 11 de la mañana. Allí estaré. Te debo una, Mario.
En la estancia del cantor
De entrada, en su cómodo apartamento de Áticos del Norte, Colina Campestre, en el norte de Bogotá, se observa en la pared de la sala una foto suya de época, como las de Estudios Zambrano, en la flor de su vida y con aires de dandy mexicano.
“Esa fue tomada en Medellín, en 1964”, señala el galán arrabalero.
-¿Cuántos años tenía usted, maestro?
“No te lo voy a decir. Pero ahí tenía los ojos verdes, fíjate; y ahora los tengo pardos. Y un bigote de charro”, agregó.Sí, era la moda, primaba la elegancia. Los vestidos los mandábamos a hacer en sastrerías de renombre y con paños ingleses. Mi padre fue un cotizado sastre en Herveo (Tolima), donde nació este servidor. Yo también fui sastre, ponte cómodo, después te cuento”.
-Se dice que tuvo mucha suerte con las mujeres…
“¡Hombre!, la pinta no engaña. Me jacté de ser el mejor caballero con ellas. Nunca hablé mal de las damas, aunque me hayan pagado mal. A las mujeres no hay que comprenderlas sino quererlas. Para eso existen: para adornar el mundo y proporcionarnos ese amor grande que nos han dado, como madres, como esposas, como amantes”.
La esposa del legendario intérprete de tangos, sale de la cocina para darnos una bienvenida cordial. Toma de la mano al cantante y la aprieta amorosa, y nos da tres opciones para degustar en esta espléndida y calurosa mañana de comienzos de agosto.
-¿Quieren tomarse un whisky, un cafecito, o un agua aromática?
Coincidimos en el café, pero prima la petición para que nos ponga los discos de “Don Oscar”, el eterno mentor de cuitas y dramas de arrabal, algunos tan crudos y crueles como ‘La cama vacía’, que despechados de cuatro generaciones han pasado con lágrimas gruesas y copas pletóricas de anís y ajenjo.
Así la despacha el estereofónico de Agudelo, y dan ganas de cambiar café por whisky, cuando letra y notas retumban en las paredes de su apartamento.
Desde un tétrico hospital/ donde se hallaba internado/, casi agónico y rodeado/ de un silencio sepulcral/. Con su ternura habitual/, la que siempre demostró/, quizás con esfuerzo o no/, desde su lecho sombrío/, un enfermo amigo mío/, esta carta me escribió.
-¿Cuántos años puede tener “La Cama Vacía”?
«Está cumpliendo 60 años, cuando me la dio ese querido y recordado amigo, el compositor argentino Carlos Espaventa, en Medellín, en 1959. Allí la grabé con el sello Codiscos. David Ocampo, el jefe de producción de la disquera, me la tenía preparada: ‘Óscar -me dijo-, tengo una cosita aquí para que usted escuche. Me la trajeron de la Argentina. Esto es de Carlos Espaventa y él mismo la cantó y no hay más copias. Esto es para usted, para su voz, cántela a su estilo’. Yo estaba grabando con Ibarra y Medina, nada menos. Ellos la oyeron, afinaron guitarras y la montamos. Desde que salió fue un tiro”.
-¿Ese fue el estrene de su carrera musical?
“No. Como profesional del disco yo estoy celebrando sesenta años ininterrumpidos de carrera. Pero ‘La cama vacía’ no fue la primera canción que yo grabé. Antes había grabado “China hereje”, que también tiene 55 años, con ‘Desde que te marchaste‘. Las tres son hermanas del mismo año”.
“La Cama Vacía”, “China Hereje”, “Hojas de calendario”, “Farolito”, “Desde que te marchaste”, “El Redentor”, “Esos tus ojos negros”, “Me besó y se fue”, “Mujer ingrata”, “Que nadie sepa mi sufrir”, “Quisiera amarte menos”, “Por el alma de mi madre”, “No me digan cobarde”, y una versión en su estilo de “Niebla de riachuelo”, ese tango enorme de Enrique Cadícamo, de 1937, pasan como fotogramas en blanco y negro, en la memoria de un cantor que no cesa en su cometido de remar en la barca de la tanguedia por los ríos procelosos de la pasión, el coraje y la derrota.
-Porque ese es el tango, ¿verdad, maestro?
«Tú los has dicho. El tango nos brinda el mensaje más honesto de la vida. Porque el tango es la vida en su crudeza, en su poesía. Es como una liturgia, una misa íntima. Con el tango no hay apariencia ni maquillaje. El tango te canta la verdad, así te duela”.
-¿Cuántas versiones existen de “La cama vacía”?
“Todas las que quieras. La han grabado hasta en salsa. En presentaciones me la hacen cantar dos, tres y hasta cuatro veces. La letra es un gran retrato de la vida, del sufrimiento del hombre, pero más de la ingratitud humana en todos los niveles y estratos. Es que sólo en estados emergentes del hombre: en la cárcel, en la ruina y en el cuarto de un hospital, se conoce al verdadero amigo”.
Lo dice un Óscar Agudelo asombrosamente conservado: delgado, derechito, con el cabello aunque ralo, pero en su puesto; que en este itinerario arrabalero y sin una copa de por medio, ahora nos conduce a su egoteca, un cuarto contiguo a la alcoba matrimonial, cubiertas las paredes de placas honoríficas, distinciones y reconocimientos a su profusa y esmerada carrera, y decenas de fotografías que narran sus giras por el mundo en sesenta años de bitácora profesional.
Allí también hay un piano que toca su hija. Y la guitarra, que ejecuta él. Un repentino trinar de cuerdas nos envuelve con un introito de pampas remotas, y su voz, como reza la estrofa de una de sus melodías, “aguardientosa y de amargura llena”, nos participa de una sentida samba de Atahualpa Yupanki, “Dímelo tú”, que obliga al aplauso.
Mientras tomamos fotos, el juglar ataca el encordado de su ‘vieja amiga’, esa madera santa que ha salvado al hombre de tantas hecatombes, desgracias y arrepentimientos, y sin parar en su interpretación nos hace un guiño para que lo acompañemos a su alcoba.
Allí está la cama. La cama grande que se traga la habitación. La cama de Óscar Agudelo que nunca ha estado vacía. La que comparte desde hace veinte años con doña Eddy Torres, la madre de su princesa Lizeth Melissa, 18 años, punto de encuentro para el amor y la tertulia, y apacible refugio en horas de merecido descanso.
-¿Cómo se conocieron ustedes?, le pregunto a doña Eddy.
“Nos presentó un amigo en común. Recuerdo que me cantó “Todo es amor”. A mí la verdad no me gustaba esa música, porque yo soy de la época de Rocío Dúrcal, de Raphael, de Juan Gabriel. Pero de música del recuerdo, nada. Con Óscar aprendí a escucharla, a interpretar su mensaje, y así me fue gustando, a la par que fui descubriendo en él a un ser humano noble, tierno, de buenos sentimientos, y así me fue conquistando. En esas llevamos veinte años. Ahora me canta ‘La última’, un bello tango que él tiene proyectado grabar en un próximo disco».
-¿Usted nunca se ha visto en esos dolorosos aprietos de camas hospitalarias, maestro?
“Gracias a Dios, no. Contrario a lo que pueda pensar la gente por las letras de mi música, he sido un hombre sano. Es que ni siquiera he fumado. O sí, me fumé el humo que arrojaban los otros cuando tuve bares, el más frecuentado de la bohemia de antaño, el ‘Oscar Show’, que funcionó en la calle 16 entre 13 y Caracas, que vivía repleto de artistas”.
-¿Como cuáles?
“Julio Jaramillo, qué compadrazo, con quien trabajé 25 años; Olimpo Cárdenas, con quien alterné durante 45 y grabé dos elepés; Lucho Bowen, quien nunca fallaba, Pacheco, también infaltable, Héctor ‘El Chinche’ Ulloa, y Billy Pontoni, que en ese entonces completaba 17 años y ya trinaba, entre tantos. Esa era la cita obligada de artistas de este género que venían de Ecuador, Perú y Argentina. Alguna vez un periódico reseñó mi peña como el ‘Almacén de los Recuerdos’, y es que eso era: la gente tomaba sabroso y lloraba mejor”.
-¿Cuánto hace que dejó de beber?
“Hace ya 32 años que no me tomo un trago, a partir de la sentencia de un médico que me dijo: ‘Yo lo trato si abandona la botella’. Con esa condición. Es que me la puso de este color: “Si acepta este pacto, vamos pa’delante. De lo contrario no le pongo más de ochos meses de vida, máximo un año. Ahí sí me entró un susto tremendo. Es que yo tomaba aguardiente al por mayor. Incluso llegué a pagarlo a precio de whisky. Y no me costó trabajo dejarlo. Tengo en mi casa buen whisky para cuando vienen amigos como tú, pero la mejor embriaguez, la más sana y duradera, me la depara mi mujer, mi preciosa hija, y la paz y tranquilidad que se respira en este apartamento”.
-Ha asistido a los funerales de varios de sus compañeros de ruta musical, el más reciente, “El Caballero Gaucho”, el año pasado. Dos meses antes del fallecimiento estuvieron ustedes alternando en un concierto en Bogotá, ¿verdad?
“Claro que sí. Eso fue en enero de 2013, en ‘Martín Fierro’, por un empresario que cualquier día me llamó y me dijo: ‘No me puedo morir sin darme este gusto. Maestro, vengo a proponerle un concierto con el “Caballero Gaucho”. Le dije que por mí no había problema. Pero que por el lado del ‘Caballero Gaucho’ era muy difícil, por su edad, 96 años, que viniera a Bogotá. Mi esposa lo llamó, me lo paso y yo le eché el cuento: ‘Hay un señor que quiere brindar un espectáculo contigo y conmigo, aquí en Bogotá, pero es urgente. Paga lo que sea, tiene plata, y puedes venirte con tu mujer’. Y así fue, el empresario le dio $3.000.000 más de la tarifa oficial. Y se los fue consignando. Esa noche había más gente afuera que la que pagó por estar adentro. Fue un mano a mano de verdad. De toma y dame. Echamos a la cara y sello el comienzo. Me tocó abrir a mí. Le mandé ‘La cama vacía’, él contrapunteó con ‘Viejo farol’; repunté con ‘Desde que te marchaste’, y él me repicó ‘Viejo juguete’, y así por el estilo. Más de dos horas dándonos madera. La gente estaba enloquecida. Hermoso, memorable, de lágrimas ese show. Él cantó en silla de ruedas. La voz, intacta a los 96 años. En marzo asistí con mi esposa a su funeral, en La Virginia, Risaralda”.
-¿Cómo recuerda a Helenita Vargas?
“¡Ay!, Helenita, la siempre querida y recordada Helenita. Con ella fue una relación divina. Estuvimos en la reinauguración del Hotel Ritz en New Jersey, en noviembre de2010. De allí un empresario nos llevó para Atlanta. En Atlanta nos invitó una señora muy querida para un pueblito que se llama Greenwich. Allí estuvimos como de vacaciones. Fue la última vez que vi a Helenita. Llegamos a Colombia y a los dos meses, en febrero de 2011, se me murió. Un mes antes la había llamado para preguntarle cómo iba de salud y la respuesta me dejó sin aliento: ‘Muy mal, yo creo que me voy, Óscar’. Y yo que tenía planeado un concierto de tangos con ella, porque qué dama para gustarle el tango: cantarlo y oírlo. Y sabía de tangos. Ya le habían hecho el trasplante de hígado. Tenía la voz débil, estaba muy agotada la pobre. Una gran mujer y una incomparable artista. Me vi toda la serie por televisión. Qué maravilla”.
-¿Qué decir de la tierra que lo vio nacer?
“Herveo, un municipio ubicado en una esquina del departamento del Tolima. No figura en el mapa, pero es un pueblito muy bonito y alegre. Yo salí de ahí a los ocho años y nunca más volví. De ese entonces me acuerdo de una canción que me enseñaron mis tías: ‘Se va el vapor’, que se escuchaba en esos viejos radios alemanes marca Telefunken, que eran tan buenos que era lo único que sobrevivía a un incendio. Ahí sonaban Los Cuyos, que fueron grandes inspiradores de mi carrera. Mucho tiempo después alterné con ellos. Lo mismo que con Los Visconti. Con Víctor y Abel fuimos muy buenos amigos”.
-¿Cómo fue que resultó siendo sastre?
“¡Ah!, mijo, eso es genético. Mi padre fue sastre, pero quien me enseñó en la práctica la sastrería fue el padre Rubiano. Recuerdo que el curita le dijo a mi mamá: ‘Ese muchachito no va a servir para nada, es muy gamín’. Y me puso a aprender sastrería. A los 13 años yo era un pantalonero marca mayor. Eso fue en Padua (Tolima), la tierra del poeta William Ospina, que el papá de él, Luis, era músico y cantó conmigo, cómo es la vida. El Padre Rubiano, mi maestro de sastrería, con Gilberto Padilla, que todavía vive, me consiguió trabajo en El Fresno, en una fábrica de confecciones donde laboraban veintiséis obreros vagabundos, sinvergüenzas. Al poco tiempo de estar en esa empresa me dio por cantar ‘Hojas de calendario’ y cuando me escucharon, pararon las máquinas. Don Miguel, el dueño de la fábrica, se bajó de su oficina para verme y me dijo: ‘Usted canta muy bonito. Pero le pido un favor. No cante más hasta que yo vaya a la casa y vuelva con mi familia’. Yo tenía apenas 14 años. A partir de ahí seguí cantando y cosiendo, hasta cuando me hice popular en Radio Girardot, en un programa que se llamaba ‘Nuevas estrellas de la canción’, de don Celestino Cifuentes Gómez, me acuerdo, donde me gané cinco veces el primer puesto con ‘Hojas de calendario’, que ha sido mi caballito de batalla, y tuve que dejar por fuerza mayor la aguja en el dedal para siempre, con mucha nostalgia, porque la sastrería es muy bonita y es un oficio que se parece a la vida”.
-¿Cómo es que se conserva tan bien, con la voz intacta, vigoroso y despercudido?
“No desayuno sin antes haber hecho ejercicio. Bailo solito, que es el calentamiento mío. Bailo unas tres, cuatro piezas, unos diez minutos, y luego me subo al escalador y le doy una hora seguida. Me alimento bien, no me excedo con ciertos manjares que me gustan y como sano. Pero lo más importante, lo que no tiene precio en esta vida, es la tranquilidad de conciencia. Ese es el elixir, la paz interior, estar rodeado de los seres que uno más ama. No tengo dinero ni he sido ambicioso con la plata. Pero gracias a Dios nunca ha faltado nada en la casa. Y una mujer joven, que tiene la paciencia y la entereza de lidiarme. Claro que le va a costar trabajito porque ya uno con los años se vuelve caprichoso”.
-¿Duerme bien?
“Como un bebé, arrunchadito o en posición fetal”.
-¿Y no le da temor pasar derecho…?
“No, porque no me arrepiento de nada, logré lo que me propuse, no le debo a nadie; la muerte, más que miedo, me inspira respeto, y la espero con resignación. Además, los artistas no se retiran. Los retiran, que es otra cosa. Esa palabra, la del retiro, no está en mi vocabulario. Yo me voy a morir cantando”.
-¿Quién tiende la cama matrimonial?
“Mi mujer, porque yo la desordeno”.
-¿Por cuántas camas ha pasado Óscar Agudelo?
“De sonámbulo, por muchas. Y de trasteo, no pasan de una docena”.
-¿Repetiría esta vida?
“Pero tal cual, sin agregarle ni quitarle nada”.
-¿A qué le teme?
“Antes la temía a una escasez de aguardiente y de mujeres, pero no, le di duro. Cuando me di cuenta, las mujeres y el aguardiente estaban acabando conmigo. Pero sí le temo a una de esas enfermedades innombrables, crueles y prolongadas. Por eso soy cuidadoso con mi salud”.
-¿Es creyente?
“Dios por encima de todo, en fe y agradecimiento. No me falta en el cuello el escapulario cope calvario”.
-¿Más de radio que de televisión?
“Claro que sí, me despierto y me acuesto escuchando Caracol, porque yo también hice radio, trabajé en radionovelas por iniciativa de Jaime Trespalacios y Efraín Arce Aragón, mi amigo del alma. Lo mismo que el recordado Gaspar Ospina”.
-60 años de “La cama vacía”, 65 de carrera musical. ¿Y cuántos de Óscar Agudelo?
“Ese es un secreto sumarial. Yo dejé de cumplir años cuando completé 79. Ese fue el último bizcocho que me partieron. Ahí paré. Pero si quieres saber mi signo, soy Virgo, a mucho honor”.
-¿Está escribiendo sus memorias?
“No, pero las quiere escribir el poeta William Ospina, mi amigo. Qué gran poeta”.
-¿Y le va a contar todo?
“Esta vida y la otra”.
Finiquitada la entrevista, le pido a Óscar repasar las huellas de la nostalgia en el único café que pone su melodía, ‘sagradamente’, todos los días: “El Mercantil”. El cantor acepta la propuesta y dice que le cae bien, que hace rato no va por el centro, que está bien darse una vuelta.
Ya en el establecimiento, Mario Echeverri y su esposa, doña Chavelita, lo reciben con un tema de vieja guardia, grabado por Agudelo hace 45 años en formato 45 (RPM), con “Los Caballeros del tango”, los mismos que en su momento acompañaron al recordado Raúl Garcés.
Óscar no se acordaba de esa canción y cuando Mario le refrescó la memoria se unieron en un fuerte abrazo, porque se reconocieron amigos de vieja data: ambos regentando por su lado los almacenes de la bohemia, la fuente inagotable de la música del recuerdo, entre copas pletóricas de ajenjo, amigotes de farra y mejillas ardorosas de bellas mujeres.
Admirado por la envidiable discoteca de Echeverri, Óscar pasó lista de sus valses y sus tangos. Todos, por numeración, fueron sonando. Los viejos contertulios del café se incorporaron para saludar y felicitar al distinguido artista. Myriam y su séquito de muchachas que atienden las mesas se dirigieron a saludarlo, a pedirle una fotografía con ellas, un autógrafo, una gracia.
Óscar Agudelo, el rapsoda de las almas turbulentas y desperdigadas, hizo gala de caballerosidad y sencillez. Tomó asiento, pidió tinto, y con Mario y otros parroquianos se dio a la labor de paladear cuitas, desempolvar reminiscencias y evocar anécdotas. Luego miró su reloj y reparó que eran pasadas las cinco de la tarde. Ordenó entonces a Guillermo Guerrero, su conductor de confianza, que lo devolviera a casa.
La cortina sonora de su despedida no pudo ser más certera: “Niebla del riachuelo” en su voz, con los arpegios epistolares de Ibarra y Medina.