Por: Carlos Enrique Marín.
Luís F Gómez fue anímicamente un maestro y carnalmente un filósofo. Era un humanista, porque no era Teo centrista, porque para él, el hombre era el ser más trascendente de la organización social y porque repudiaba su cosificación. Era un humanista, porque su itinerario como educador lo centró en formar ciudadanos que desarrollaran una vida útil en la sociedad. Buscaba primero buenos ciudadanos y luego buenos profesionales. “Humanitas”, era esa su carta de navegación, esa que definía como el amor por sus alumnos, esa que entendía como el amor por la educación, pero no cualquier educación, sino aquella en el que el debate y la opinión de los discentes, gravitaran tanto como las suyas. La razón humana, esa que hemos defenestrado de nuestros hábitos sociales y la aversión por cualquier tipo de conflicto que no fuera el intelectual, iluminaban su discurso e inspiraban su ideario académico.
Nadie tan parecido al Externado, nadie tan liberal como él, tanto que puede afirmarse que fue uno de sus más genuinos y preclaros voceros. La libertad, la tolerancia y el debate, esos que tanto predicaba, los practicaba en sus clases, en los diálogos con sus alumnos, en las pláticas con sus colegas, con sus amigos e incluso con sus detractores. Lo que pensaba era lo que decía y lo que decía era lo que enseñaba. En la monacal casa del barrio Santa Fe, enchapada con ladrillos rojos, en cuyos dos pisos se distribuían aulas, biblioteca y algunas oficinas administrativas, su figura enjuta, su mirada aguda e intuitiva, su hablar presuroso pero coloquial y afectuoso y esa juventud que nunca lo abandonó, contrastaban con la solemnidad y la gravidez de otros profesores, más distantes y más solemnes, pero igualmente respetados y admirados. Su sencillez, su calidez cuando atendía a quienes lo abordábamos fuera de las clases para seguir aprendiendo, le daba a esa carrera 16, que era nuestro amado campus, un entorno fraternal y deliberante que no abandonábamos ni en las horas de recreo ni cuando no teníamos clases.
Al lado de figuras imborrables como Manuel Cúbides Romero, como Carlos Medellín, como Fernando Hinestrosa, nuestro aventajado Rector, como Doña Herminia, esa tutora natural que nos prodigaba afecto y confianza, sobre a todo a quienes procedíamos de provincia, sobresalía la figura de Luís Fernando Gómez, cuyas clases eran un deleite intelectual y un imán para adherirnos más al Claustro y más derecho. Sus clases de filosofía no eran recensiones de Jasper, ni de Habermas, sino una exhortación a pensar, a divorciar el conocimiento de las pasiones, a extrañar la tiranía y a defender la libertad. No había para el profesor Gómez meta más alta que la apoliticidad en materia partidista, porque, como Thomas Mann, creía que los problemas morales estaban por encima de los problemas sociales.
Guy Sormán, afamado abogado francés, llama verdaderos pensadores a aquellos tras los cuales ya no es posible pensar como antes, antes de su disciplina. Pensadores son, agrega, los que se concentran por más de treinta años en el mismo tema, los que rompen la molicie intelectual y los que crecen interrogando, debatiendo. La trayectoria del profesor Gómez excede con creces esos requisitos, mucho más cuando su cátedra era la más taquillera, a la que los estudiantes asistíamos con más entusiasmo y la que más controversia concitaba.
Siempre nos decía: yace en cada uno de nosotros una especie de tirano, un tirano agazapado y soberbio, que solo dominaremos iluminando el lado oscuro de la vida pública, que solo venceremos asociando el conocimiento con la alegría y tornando la euforia en una religión del pensamiento, donde no cupieran el odio, los prejuicios y la intolerancia. Nos careaba para que leyéramos a Voltaire, el ícono de su itinerario ideológico, recordándonos su idilio con el respeto a las ideas contrarias, bajo cuyas raíces indultó a Heidegger y a Schmitt, sindicados por la historia de apoyar a los Nazis.
Muchas veces lo vi solicito con las carencias de sus alumnos, a quienes nos invitaba a Sol y Mar, la tienda de Mario, donde se preparaban y vendían los mejores chorizos y unos apetitosos patacones, los que devorábamos con el mismo apetito con el que oíamos sus disertaciones, porque hasta su charla más sencilla la convertía en una cátedra del buen saber, del saber sencillo y de repudio al dogmatismo y al fanatismo.
Para nosotros era una especie de Allen Ginsbeg[1], una especie de santo laico de la insurgencia juvenil; no era un filósofo pregonero, sino un philosophe interesado en enseñar a pensar, pero sobre todo en formar buenos ciudadanos.
1) El poeta autor del célebre poema “aullido”, cuyo pensamiento impulsó la generación de los beats.
*Carlos Enrique Marín Vélez, abogado del Externado de Colombia, ha sido Magistrado del Consejo Nacional Electoral, Magistrado del Consejo de la Judicatura, Conjuez del Consejo de Estado, ministro del trabajo y profesor Universitario. Fue alumno del doctor Luis Fernando Gómez Duque.