CARTA DE MADAME DE SEVIGNÉ A ABELARDO FORERO BENAVIDES
Estimado Abelardo:
Vuelvo a escribirle, después de tanto tiempo, pues aún en este descanso eterno no he podido superar esa incontrolable manía mía de lanzarme, mejor, avalanzarme sobre el papel, en este caso la Internet, para mitigar el ennui que me traje para siempre a raíz de la separación de mi hija Françoise-Marguerite. Sé lo bien que usted conoce aquello de las separaciones y las pérdidas. Recuerde mi saludo a la pérdida de su esposa, la dulce Mme. Clemencia Ucrós y luego a la de su gran amigo y compañero de viajes y descubrimientos intelectuales, M. Ramón de Zubiría. Ya sabe usted que mi separación de Madame de Grignan fue la razón principal que me llevó a producir nueve volúmenes de Cartas, que unidos al tomo de mis Memorias constituyeron el testamento de amor maternal y la parte de la historia de Francia que dejé al mundo. Poco me han interesado las críticas salidas de tono de la Marquesa de Villeparisis, según cuenta Marcel en La Recherche, a mi exagerado sentimiento de madre y a mi obsesión por la correspondencia con mi hija. No pasan de ser un paso en falso, extraño en una dama que ostenta el mismo título que el mío y que la mala intención podría achacar a esas curiosidades ideológicas que embarcaron a Francia en esa debácle, que usted conoce tan bien, hasta producir Napoleones y Luis Felipes y hacer añicos lo que el Rey Sol y yo, modestia aparte, habíamos construido con tanto cuidado. Más fuertes han sido otras insolencias que llegaron a percibir en mi locura epistolar resonancias lésbicas. Je m’en fou! Aunque agradezco la gentileza del Barón de Charlus, que salió en mi defensa ante ese como puritanismo de la de Villeparisis, defensa que más que la mía, con perdón del Barón, era más bien la suya. Pero dejo estas
tonterías para abordar – finalmente – el tema de esta mi carta.
Me enteré esta mañana por el correo de las brujas, que aquí también las hay, llámese EL Tiempo, (edición digital, por supuesto, de sept. 19 de 2005), de que su colección de cerca de 3.800 volúmenes, por generosa donación de su hija Mlle. Clemencia Forero, fue a parar a esa Villa de Facatativá, donde usted nació, y cuyo nombre tan extraño a nuestra depurada dicción francesa me ha ocasionado alguna dificultad en producir. Pero lo memoricé correctamente, al igual que el significado encantador del vocablo en el idioma de los muiscas “llanura de piedras grandes”. No tan grandes, estoy segura, como la que se me saltó a mí con el resto de información del artículo. Las cajas – cuentan – están durmiendo, como yo, el sueño de los justos, a diferencia de que el mío es entre nubes de algodón y cantar de querubines y el de ellas entre nubes de polvo en una trastienda al arrullo de rancheras, vallenatos y carrilera. No me entienda mal, mi querido Abelardo. Me preocupa el polvo. Nada en contra de las rancheras, los vallenatos ni la carrilera. Ojalá sonaran por acá, para sacudir esta melifluidez que ya me tiene hasta el cogote. Y el peligro de que a las ratas les dé por nutrirse con las anécdotas de Luis XIV, después de la insolencia (sin Sol?) con la que Su Majestad las producía y el trabajo que me costaba a mí sentarme a despacharlas como chiva. Permítame recordarle – qué atrevimiento con su portentosa memoria! – como llegaron los diez volúmenes de la radiografía de mi alma a su poder y la manera curiosa como yo me enteré de lo que usted ya sabe. Espero que, así como usted las adquirió con tanto gusto, un alma caritativa las salve de esa hecatombe.
Estábamos sentadas tomándonos un café en un sitio de la Gloria que aquí han dado en llamar Oma-rumor. Es discreto y encantador. Digo sentadas – y no crea que estoy usando la pedantería del plural papal, Dios me libre! – con Mme. Paulina Piedrahíta, la adorable y juiciosa profesora de lingüística, compañera de usted allá en la Universidad de Los Andes. Hablábamos de la música universal, es decir la música francesa de mi época: Lully, Couperin el Grande, Charpentier, y hasta del pequeño Rameau, que ya era una promesa. Mme. Piedrahíta recordó que a su clase de lingüística había llegado un alumno no tan joven, a quien ella había tomado aprecio, dada la buena disposición que mostraba hacia su clase – cosa que los maestros siempre agradecen- y a quien me autorizó para que sin protocolos nos refiriéramos en nuestra charla como Hernando. Quise saber su apellido, por ese prurito tan francés de situar a las personas en su contexto exacto, pero ella con una sonrisa de discreción me insinuó que no era necesario. Así que inscribimos al sujeto como si se tratara de un personaje histórico, de esos de quien a nadie se le ocurriría preguntar “Orlando… que?”, y a otro igual de tonto contestar “…Furioso, por supuesto”. Hernando había aterrizado en Filosofía y Letras, después de haber transitado en sus años mozos por la música, y concretamente por la música barroca en un Conservatorio de Boston. Por esa época, contaba madame, supongo yo que se refería a la década del sesenta, habían empezado a teorizar allá en América, como llamamos aquí en Europa a todas Las Indias Galantes, acerca de la supuesta influencia de nuestra música sobre la de este señor alemán (cuyo apellido hay que pronunciar con ese sonido gutural como de arcada contenida), Bach, que más tarde compuso una Obertura a la francesa y unas Suites, si no estoy mal, seis, marcadas con el mismo epíteto. Entiendo que a Haendel tampoco le bastó haberse radicado en Londres y conocer la deliciosa campiña inglesa para inspirarse hacia el desarrollo y tratamiento de sus Suites. Además de tratar la melodía muy a lo Couperin, de apropiarse de la obertura “a la francesa” con su pathos y su magnificencia, de asignarles nombres franceses, Allemande, Courante, Sarabande, travistió la gracia pastoril y la coquetería de nuestras danzas y las hizo vibrar con otras prendas bajo las friolentas ojivas de esos castillos cuyos nombres terminan irremediablemente en shire. Con las sugerencias al intérprete, lentement, grave, vive, etc., recuperamos el espíritu galo, que se había congelado desde nuestras incursiones por esas alturas lejanísimas. Sin lugar a dudas, la música francesa se entronizó como gran señora del Siglo XVIII, del que sólo pude gozar una vez vine a caer en este asunto de la eternidad; algo maravilloso tendría que tener este curioso estado.
Pues bien, contaba madame que Hernando, movido por el interés en esa música, se dedicó a indagar en cuanto libro consiguiera que le abriera nuevas vistas a su propia recherche. Y fue así como en una de esas ventas de iglesia con fines caritativos, se hizo por cinco dólares (de la época!) a los diez volúmenes de mi modesto aporte, en una edición antigua, que no me percato cual pudo haber sido, y parece que el muy descuidado tampoco.
Llegué yo pues con mi carga de indiscreciones a instalarme en la biblioteca del joven curioso, lo que es bien distinto de curioso joven, bien súr!
Antes de su regreso a Colombia desde Nueva York, Hernando trabajaba para la Air France (la France, siempre la France!) y la generosidad de mis compatriotas le permitió llevar consigo sin pagar ningún exceso no sé cuantas cajas de libros, sus pocos objetos personales, creo que unos poquísimos regalos y, helás! una máquina para cortar el cesped, favor implorado por una amiga suya. ¿Habráse visto?
Fue entonces cuando llegué a Colombia (“el hombre es su obra” – y naturalmente la mujer también -) empacada en medio de ropa interior masculina y una máquina para dejar la “pelouse” tan suave e invitante como la de mi castillo de los Rochers.
Andaba el pobre pasando unas aulagas horribles para pagar el siguiente semestre, como llaman allá a los períodos universitarios. Ya Mme. Piedrahíta, dijo ella con cierto rubor, le había prestado y él devuelto puntualmente los setecientos pesos (de la época!) para “salir” del anterior.
Pero apremiaba el siguiente y fue entonces cuando, creo, en una de las clases en que tenía de compañera a Mlle. Forero, se le ocurrió a Hernando echar mano de la Historia de Francia y de mi vida para ofrecerlas en venta a usted. Le confieso, mon cher Abelardo, que no lo juzgo. Era un trueque efectivo de las peripecias de la Corte, algunas bien superfluas, por cierto, por sus clases con M. Danilo Cruz Vélez, con M. Hernando Valencia Goelkel, con M. Eduardo Camacho Guizado, sin hablar de las suyas o las de Mme. Piedrahíta. Percibo que nosotros, Su Majestad y yo, éramos polilla en relación con la apertura de una mente a todo el panorama de esa otra cultura proyectada allá en la reverberación de los trópicos hacia un esperanzado futuro, dentro de esa “adquisición” que ustedes llamaron democracia.
Llegué pues a su casa y usted le pidió aclarar la curiosa marca de un ex libris, para la cual el pobre Hernando no tuvo mayor explicación; seguramente, otro desencantado de los bailes, las soirées y los estrenos que a mí me enloquecían, resolvió poner a mejor uso mi vida y la de mi señor Luis XIV regalándolas a la iglesia de Boston, donde las señoras caritativas organizadoras de la venta se quejaban del terrible problema social que representaba tanta negrita sin Barbie.
Cuenta Mme. Piedrahíta que superado el escollo del ex libris a Hernando se le iluminaron los ojos. Usted le giró el cheque que significaba el triunfo de su semestre y de la de-mo-cra-cia! Esta es la petite-histoire que acompaña mi llegada, por lo menos en esa edición, a la Colombie. Así que imploro, en nombre de S.M. Luis XIV, de toda la Corte del Rey Sol, de mi abuela paterna Santa Juana Francisca de Chantal y en el mío propio, que nos salven de las ratas hambrientas de Facatativá. Los jóvenes de esa Villa merecen, como Hernando, la oportunidad de conocernos, y ya verán si le apuestan a la democracia. Haga usted lo que pueda, mon cher Abelardo, desde este vecindario, y mientras tanto reciba mis mejores manifestaciones de consideración,
Marie de Rabutin-Chantal, marquise de Sevigné.
Nota: Esta carta llegó a mi correo en forma de FW, con copia a mi nombre. Logré imprimirla, pero cuando intenté pasarla a mi disco duro, desapareció misteriosamente.
Hernando Jiménez
hernandojimenez@etb.net.co