Es el octavo pelotero latino que llega al Salón de la Fama, siete de ellos, por la templanza y talento exhibidos en los campos de juego del béisbol.
Lo sublime para un jugador de béisbol, es llegar ocupar un nicho en el Salón de la Fama, el recinto enclavado en Cooperstown, a donde todos aspiran pero muy pocos llegan.
Ese honor implica, sin duda alguna, dar el gran salto hacia la fama y la gloria, pero también a la inmortalidad, que se consigue a base de sacrificios en un juego lleno de alegría y de sensaciones diferentes en cada momento del desarrollo del desafío; que además se cosecha luego de arrojar resultados formidables, y quizás, con el talento y la persistencia deportiva que pocos pueden ofrecer, para conquistar ese nicho tan codiciado y deseado, al que contados hombres del béisbol alcanzan gracias al tesón, a la disciplina, a la templanza y el talento para dejar sobre los diamantes, la clase y enjundia que definitivamente los convierten en verdaderas estrellas.
Roberto Alomar, a quien vimos actuar en la Gran Carpa cuando empezaba su declive en los estadios de las Mayores, brilló con luz propia, con esa manera de disfrutar cada jugada y en donde, gracias a su extraordinaria capacidad, le permitía hacer de un batazo complicado algo fácil, engarzándolo de manera tan sencilla, que muchos no lo podían creer, dejando entre los aficionados la sensación de que sus piernas se constituían en motores indispensables en su actuación a la defensiva; con unas manos prodigiosas, que las utilizaba con una destreza sencillamente impresionante; con habilidad corporal para sus veloces desplazamientos y con un olfato inmenso para saber hasta dónde y cómo debía girarse para sacar en las almohadillas a sus contrincantes de turnos, combinación perfecta para ser uno de los cinco mejores peloteros en jugar en la segunda almohadilla en más de un siglo de béisbol en las Grandes Ligas.
Y a la ofensiva, consumiendo sus turnos por los dos lados del pentágono, pues a la sazón era ambidiestro, siempre se mostró altivo, dejando sonar su bate desde el mismo momento en que llegó a las Grandes Ligas, pues el día en que debutó, aquel 22 de abril de 1988 con el uniforme de los Padres de San Diego, le despachó un inatrapable al sensacional Nolan Ryan, el lanzador más prolífico en la historia del Béisbol Organizado en materia de ponches recetados, con 5.714, y también miembro del Salón de la Fama; o cuando le conectó el cuadrangular en aquel sexto y último juego de la Serie Mundial a Dennis Eckersley, el lanzador de los Bravos de Atlanta, para que los Azulejos de Toronto conquistaran la corona de laureles en 1992.
Un secreto a voces
Hablar del juego de Alomar es, por decir lo menos, un secreto a voces: está considerado como uno de los cinco mejores recamareros en la historia de la pelota de las Grandes Ligas, y posiblemente, ocupe uno de los tres primeros lugares en esa tabla de los cinco más exquisitos segunda base que ha tenido la ‘’pelota caliente’’.
disfrutaba con el juego del béisbol. Era alegre en toda la extensión de la palabra, vistiendo el uniforme de uno cualquiera de los siete clubes en donde actuó en la Gran Carpa. Era pleno en cada oportunidad en que le correspondía salir al campo a cumplir con su responsabilidad como profesional de la pelota, hasta el punto de haber participado en 2.379 partidos, consumiendo 9.073 turnos al bate, para despachar a terrenos de nadie 2.724 imparables, incluyendo 504 dobletes, con cuya estadística es el cuarto mejor bateador con batazos de dos esquinas de todos los tiempos; para un promedio de por vida de 300 puntos a la ofensiva. Empero, con los 2.724 incogibles, el boricua desplazó del escalafón de todos los tiempos a Lou Gehrig, del puesto 49 al 50, para adueñarse él de esa posición de privilegio que tenía el astro inolvidable de los Yanquis de Nueva York.
Cuando hace un año apareció por primera vez en la tarjeta de votación, al ser nominado como elegible para el Salón de la Fama, poco le faltó para que llegara en la primera selección con su nombre en la nómina. Pero en esta oportunidad, conquistó el 90 por ciento de la votación de los periodistas especializados del béisbol de las Mayores, superando con creces al destacado Bert Blyleven, el lanzador de origen holandés, quien igualmente ingresara a Cooperstown este 24 de julio de 2011.
Impecable trayectoria
Ganador nada más y nada menos que de 10 guantes de oro en sus 17 temporadas en las Grandes Ligas, el pelotero boricua, nacido en Ponce, se convierte además, en el tercer jugador de la Isla del Encanto en llegar al grupo de los inmortales, en donde ya aparecen el sempiterno Roberto Clemente y el gigante de Orlando ‘’Peruchín’’ Cepeda; y el séptimo latino en ocupar un puesto en Cooperstown, acompañando al dominicano Juan Marichal; al venezolano Luis Aparicio; al panameño Rod Carew y al cubano Tony Pérez, mientras que Martín Dihigo, aquel inolvidable pelotero de color, a quien por múltiples razones lo bautizaron como ‘’el maestro’’, llegó para ocupar un espacio, a pesar de que nunca pudo jugar en las Grandes Ligas, pero hizo los méritos suficientes para que, para bien del béisbol, se le reconociera lo que, sin lugar equívoco alguno, hubiese sido una superestrella de las mayores, si la infranqueable barrera del color de esa época, no hubiese sido su único obstáculo para no haber cruzado y establecido por muchos años en la pelota de las Mayores.
Alomar tuvo la fortuna, ¡y qué fortuna!, de hacer parte de aquella novena de los Azulejos de Toronto de los años 90, cuando de la mano de Cito Gaston, hoy retirado de las lides de los campos del béisbol, la novena canadiense de alzó con dos títulos de Series Mundiales, y en ambas, el pelotero boricua fue una pieza clave en todo el engranaje, tanto a la defensiva como a la ofensiva, con su impecable estilo cuidar el segundo cojín frente a cualquier tipo de batazo que fuera por esos predios, o de sentenciar con su bate, el inatajable limpio para producir carreras, o el conseguir una base, con malicia, con ímpetu de grandeza frente a cualquier lanzador que se enfrentara, al que le hacía la vida imposible hasta llegar al primer cojín.
Por eso en sus estadísticas, cualquiera que las observe detenidamente, tiene que concluir, para bien del béisbol latino, que Roberto Alomar se enfundó los bombachos de los Padres de San Diego, los Azulejos de Toronto, los Orioles de Baltimore, de los Mets de Nueva York, los Medias Blancas de Chicago y los Cascabeles de Arizona, para ser un ganador, para gozar a pulmón limpio con el desarrollo del juego, para mostrar su grandeza en cada oportunidad que tuvo.
Participar en 12 juegos de las Estrellas no es cosa de poca monta. Alcanzar 474 bases estafadas en 588 oportunidades que tuvo de avanzar; impulsar 1.134 carreras hasta el pentágono, con tres campañas con más de 100 producidas; y anotar 1.508 rayitas en sus 17 temporadas en las Grandes Ligas, en seis de las cuales, obtuvo más de un centenar de carreras, reflejan, sin discusión alguna, su calidad y su talento.
Y qué más podemos decir de Roberto Alomar, el séptimo pelotero latino elegido por la Asociación de Cronistas del Béisbol de las Grandes Ligas. Nada diferente a que todos los esfuerzos que hizo con tanta dedicación y sacrificios en 17 temporadas en el Béisbol Organizado, ahora le es retribuido con la fama, la gloria y la inmortalidad.