«Querida Cecilia:»
¿Querida? No. Quizás aquella palabra no era conveniente. No podía empezar su carta con esos términos, que sin duda recordarían a su esposa las largas esquelas enamoradas que él le escribió casi diariamente durante los meses y los años de su noviazgo. Siempre principiaban así. Ahora no podía hacerlo. Le parecía terriblemente absurdo. Y también irónico. Estrujó colérico el papel y lo tiró entre la cesta de alambre. Después colocó la cara sobre la palma de la mano derecha, y pareció pensar en muchas cosas. Sin embargo su cerebro estaba quieto, gris, cerrado. Jugueteó distraídamente con el esferográfíco. Vio los dos corazones de la marca, y pensó que Cecilia y él habían vivido así, unidos, durante mucho tiempo. ¿Y ahora?
«Inolvidable…»
No. Tampoco. Rasgó el papel con furia y volvió a su actitud meditabunda. Inolvidable era una palabra que bien podía escribirla un hombre que tuviera por delante varios lustros de vida. O siquiera varias semanas. Pero él. . .
Tocó el bulto duro dentro del bolsillo de su americana. Sí. Allí estaba aún. Y recordó cómo había conseguido aquel pasaje para la eternidad.
Trabajaba en uno de los juzgados penales de la capital, desde hacía varios años. Últimamente se había encargado del manejo y de la custodia de las armas de fuego decomisadas a los criminales. Por ello pudo conseguir ese revólver viejo, calibre 32 largo, marca Smith & Wesson, Con dos pesos extras, hurtados al menguado presupuesto de su familia, compró una bala, la única que tenía el tambor del arma. Estaba destinada a solucionar todos sus problemas, y a alejar de su camino el espectro de la miseria.
«Cecilia:»
Sí, pensó. Era lo mejor. Su nombre sin adornos, sin artificios de ninguna naturaleza. Simple como el acto que iba a realizar. Porque él creía que todo era lógico, que estaba obedeciendo un mandato escuchado mucho antes, pero que solamente hasta ahora lograba comprender en su totalidad.
Luego meditó en la primera frase. «No se culpe a nadie de mi muerte» era algo tan corriente, tan insípido, que en seguida rechazó la idea. Y en su caso sí había que culpar a alguien. A una perso na o a muchas. O quizá, pensó amargamente, a ninguna. Ni siquiera a sí mismo, a su debilidad, a su ilimitada capacidad para el ensueño y para la mentirosa esperanza.
¿Qué frase? ¿Qué vocablo que aclarara el misterio en un minuto? Pensó que una carta extensa sería una muestra de imbecilidad por su parte. Tenía la absoluta necesidad de decirlo todo de una vez. Por ejemplo: «Me mato porque». . ., pero ¿por qué? ¿Cómo poner la explicación en una sola linea ? ¿Hastío? ¿Desesperanza?
«Cecilia:»
La palabra inicial pedía otras compañeras, que ocuparan el blanco desierto del papel. Entonces, con esfuerzo, empezó a escribir la carta.
«Cuando leas estas líneas, estaré muerto ya. No quiero que llores por mí. Esta acción misma indica el poco valor que tengo, y lo poco que significa mi vida. Deseo que seas fuerte, que tengas fe, lo que yo he perdido para siempre. Quiero que no me guardes rencor por esta fuga mía en busca de la muerte. Las circunstancias me han impelido a tomar esta determinación definitiva».
Releyó el párrafo. No lo dejó del todo satisfecho, ¿Pero en fin, qué más podría decirle? ¿Pedir disculpas por su acción?
«Tal vez la idea de matarme no me ha nacido hoy, ni ayer, ni en esta última semana. Es algo que ha venido creciendo en mi espíritu como una enferma flor de invernadero. Siento dentro de mi pecho sus pétalos, como tentáculos, y veo que van a ahogarme si no los corto. Y para ello necesito cortar al mismo tiempo mi vida. No sé en dónde leí que hay seres que viven pensando siempre en el suicidio, y yo me considero como un integrante de ese grupo fatal. Pero esto no es una disculpa, Mi decisión está tomada, y asumo la responsabilidad de mis actos».
Era ingenuo hablar de responsabilidad, pensó. ¿No huía, precisamente, de todas ellas? Porque desde el momento en que unió su vida a la de Cecilia, se hizo responsable no solo de la suerte de ella sino de la de sus hijos, que no habían pedido nacer, a quienes él, en momentos de furor amoroso, había traído al mundo.
De nuevo palpó el bulto duro del revólver. Pensó que había sido una ganga aquel pasaje para la eternidad. ¡Dos pesos, solamente! ¡Dos pesos, y verse libre para siempre de las pesadillas que lo atormentaban como hierros candentes!
«No sabes, Cecilia, cuánto siento haberme casado contigo. Tú podías haber sido feliz con otro hombre cualquiera. Pero nada ganamos con rebelarnos contra la suerte que nos ha trazado un camino de] cual no podremos desviarnos» Te pido que me perdones y que no inculques en el alma de nuestros hijos rencor contra su padre por esta acción de ahora, sino que solamente les digas que… que se marchó una tarde hacia un país encantado, en el que podrán verlo más allá de la muerte».
No estaba poniendo demasiada literatura en su última carta? Quizá. Pero todas aquellas frases salían de lo más íntimo de su ser, y sin poderlo evitar las iba consignando sobre el papel. Ahora colocó de nuevo la cara sobre la palma de la mano derecha y meditó.
Su vida había sido una continua cadena de desilusiones, Al menos él lo estimaba así. Su vocación literaria…
«Tal vez una de las cosas que me impelen a esta resolución con más fuerza, es el fracaso de mí última novela. Tú sabes con cuánto amor he cultivado las letras; sabes que les he consagrado lo mejor de mí mismo. Y ya ves que no obtuve nunca un triunfo verdadero. Solo segundos puestos. Así me ocurrió ahora, con esta novela enviada a Barcelona. Debía ocupar el primer puesto, me lo dije siempre. La novedad del tema que los dos discutimos muchas veces; el estilo, esa técnica que creí indestructible por la crítica más severa. . . Todo me llenaba de esperanzas. Y se han frustrado. El premio ha sido para otro, y el segundo lugar para mí. Me dijiste que eso era un triunfo, puesto que entre ciento veinte obras habían escogido la mía como una de las dos mejores. Pero no puedo estar conforme. No puedo».
Se arrepintió de haber escrito esto. Era cobardía marcharse solo por una decepción literaria. Pero no era una sola: eran muchas, a través de quince años de escribir sin el menor fruto, sin poder publicar un libro, Recordó sus poemas y sus cuentos, que a veces aparecían en los periódicos de la capital. . . Pero de sus tres novelas ni una sola había sido publicada.
Maldijo aquel amor por la literatura. Renegó de su vocación de escritor y deseó no haber creado nunca un solo personaje, Porque ahora estaban martirizándolo, Gabriel, el hombre obtuso de «La noche del regreso»; Héctor Mossén, el personaje diabólico y perverso de «Las garras»; Nora, la hembra provocadora y astuta, la encarnación de una Eva pérfida, de «Diámetro». Todos llegaban a su cerebro en una caravana impresionante, y parecían danzar ante sus ojos. El papel se tornó amplio, enorme, y sobre él se fueron dibujando todos aquellos rostros que él había modelado con sus manos, con sus pensamientos, con su voluntad. Parecían maldecirlo desde su tumba, desde aquella tumba de su pupitre en donde las cuartillas se tornaban grises, inservibles, cogían ese color especial del rostro de los moribundos. Todos le gritaban frases soeces, se burlaban de su angustia, de sus deseos de liberación. Parecían decirle que habrían de perseguirlo hasta más allá del sepulcro; que aun cuando la bala rasgara sus carnes y opacara su razón, ellos continuarían bailando delante de su espíritu para impedirle encontrar el descanso a que aspiraba, y que por medio del suicidio estaba tratando de alcanzar,
Y seguía el desfile de figuras extrañas por sobre el papel, aún en blanco en su mayor parte. Gregorio Romero, libertino, sádico, pesadilla de las noches de Alba, asesino, jugador, salía de las páginas de «Diámetro»; de «Las garras» emergía la figura del falso marqués de Santacruz; de «La noche del regreso» aparecía la estampa de Clara Vicenta, seducida por Gabriel, que abandonaba a su esposo para lanzarse a recorrer el mundo en los brazos de su amante y que llegaba en la última noche de su vida para implorar perdón». Casi oyó la-voz de César Castillo rechazándola:
—»Yete, Tú misma has escocido tu destino».
Dio un fuerte golpe sobre la mesa y las figuras desaparecieron. Continuó escribiendo, con fiebre, porque deseaba terminar cuanto antes la carta para sentir sobre su sien derecha el frío del cañón.
«Pero no pienses que estas decepciones literarias son las que me impulsan, en forma única, a marcharme, i Hay tantas otras cosas I Por ejemplo, ya has visto que no podré continuar trabajando después de la semana que viene, porque las intrigas políticas del viejo Cuy así lo han querido, Ese hombre que tiene un espíritu obtuso, ciego, chato, ha estado deslizando trampas en mi camino, hasta que por fin ha convencido al juez de que hablo mal de él en todas partes. Ojalá encuentre de pronto su merecido castigo, Creo que sería muy bueno que, al pasar por la fundición de Belencito, se cayera dentro del alto horno. Es la muerte más dulce que puedo desearle».
Evitó pensar en Cuy, Era un vejete encorvado, sucio corno un cuervo. No le importaba ahora. Es más, desde aquella especie de ribera de la muerte en donde se encontraba, se sentía capaz de depreciarlo.
«Y los niños… pobrecitos. Tienen derecho a un porvenir mejor, Yo no puedo brindárselo. Para mí se ha terminado todo. Veo ante mí cerrados los senderos con cordeles de acero, Y no podré saltar sobre ellos para continuar mi vida en forma tranquila, normal. Quizá desde nuestro noviazgo notaste algo raro en mí. Jamás te dije una sola palabra de amor; nunca te besé con verdadera pasión, aunque en mi pecho ardía el cariño por ti, como una llama que alimentaba la combustión de mi vida. Y ahora, en estos años, tú has visto mis luchas, mis triunfos pequeños e inútiles. ¿Te acuerdas de aquel domingo cuando aparecieron en el periódico mis primeros versos? Y luego, esas alegrías esporádicas… Pero nada de lo que realmente deseé. Ninguna de mis novelas se publicó, Todo se ha ido derrumbando en torno mío, y no quiero hallarme por nada del mundo al derrumbamiento de tu cariño».
Otra vez la cuestión de la literatura, ¿Sería ese el verdadero motivo de su suicidio? Y de nuevo los personajes: César, Gabriel, Clara Vicenta, el marqués de Santacruz, Nora, Héctor…
‘Quiero decirte una cosa, por último, Cecilia, Tú eres aún joven. Tienes veinticuatro años y eres bonita. Los ojos negros y dulces, tersa la cara, el cuerpo espigado y erguido, la boca gordezuela. . . Eres muy linda. Puedes casarte. Te lo aconsejo, casi podría decir que te lo pido. Pero mira bien antes de hacer esa nueva y definitiva elección. Que no encuentres otro hombre como yo, Busca un ser práctico, que se preocupe por forjarte un porvenir, por educar a los niños… Son solamente dos, y no creo que constituyan un obstáculo para tu matrimonio».
Se arrepintió en seguida de ese párrafo, pero era demasiado tarde y no podía empezar la carta nuevamente. Se imaginó a Cecilia en los brazos de otro, entregándole sus labios que él había besado tantas veces, su cuerpo perfecto que él había poseído con ternura y con furia. . . Cerró los ojos tratando de alejar la visión, pero en medio de la sombra continuaba más precisa, más definida, más exacta. Dio otro puño sobre la mesa y se sobresaltó. Tocó el bolsillo de su americana. El revólver estaba frío. Lo sacó, Miró el tambor, y comprobó que la bala, nueva, brillante, pulida, quedaba exactamente en su sitio. Lo guardó.
«Sí, Cecilia, aun cuando parezca extraño debes casarte. Por Dios, te pido que quieras mucho a los niños, que los cuides. . .»
Pensó en ellos, Julio contaba cuatro años» Ya hablaba claramente, y él le había enseñado las vocales, que aprendió con gran facilidad. El otro, Alberto, tenía dos años solamente. Ya caminaba, con algún trabajo. Empezaba a hablar, a sílabas, con un encanto singular. Era rubio, con los ojos azules, como los suyos.
Alejó con violencia los recuerdos. Necesitaba de toda su fuerza para llevar a cabo su determinación. Y al pensar en los niños, la vacilación estuvo a punto de invadirlo «Puedes marcharte después de mi muerte a la casa de tus padres. Creo que ellos, a pesar de sus promesas de no perdonarte nunca la locura de tu matrimonio conmigo, te reciban cariñosamente ahora que yo no existo. Debes permanecer con ellos hasta cuando encuentres un hombre que te haga verdaderamente feliz, que te dé ese poco de dicha a que tienes derecho porque eres buena, porque has sabido ser comprensiva y justa, y porque muchas veces, conmigo, has sido misericordiosa».
Sintió los ojos llenos de lágrimas. Sí, Cecilia había sido muy buena con él. Recordó que en ocasiones había leído sus novelas, sus cuentos, sus poemas… Ella tenía una facultad de asimilación asombrosa; tenía una crítica serena, bien fundada, que él escuchó siempre y que muchas veces le sirvió de orientación en sus dudas, en sus vacilaciones, ¡Cecilia! La evocó toda, por un momento, con una intensidad aterradora. De novia, con sus diez y siete años. . . De casada, con su cuerpo firme y suave al mismo tiempo, como de cálida porcelana… Después cuando nació Julio… Luego cuando vino al mundo Alberto… ¡Otra vez los niños! Tenía que desterrarlos de su recuerdo,
Los personajes de sus obras volvieron a martirizarlo. Gabriel parecía reírse en propias narices. Se burlaba de su suerte, de su cobardía. . . Nora misma le echaba en cara aquella determinación absurda. Y Clara Vicenta llegaba con lágrimas a pedirle que cambiara el final de «La noche del regreso»; que variara el carácter indomable de César, el esposo ofendido, para que la perdonara en aquella, la última noche de su vicia. .. Sí, esos seres tenían derecho a ser felices, pensó. Y él los había hecho desgraciados. No podía dejarles una madre ni aconsejarles un padre como hacía con sus hijos. Los personajes eran solamente suyos y no podía matarse dejándolos abandonados,
¡Absurdo! Continuó con la carta,
«Perdóname, Cecilia, Cuando reces, piensa a veces en mí, Y enséñales a los niños a querer mi recuerdo. Que nunca, ya hombres, tengan que maldecirme».
¿Estaba él obligado a continuar viviendo? No.
Nadie podía imponerle el yugo tremendo e insoportable de la existencia. ¿Pero no era Cecilia el motivo dé su vida? ¿No tenía la obligación absoluta de custodiarla, de amarla, de protegerla?
¿No eran sus hijos un móvil más que suficiente
para que continuara soportando la carga de la
existencia? ¿No lo maldecirían ellos después
por su fuga, por no haber sabido guiarlos, como
tengan derecho a esperarlo?
Quizás estaba obligado a vivir, pensó. Por sus hijos. . . Por Julio, por Alberto. . . Pero había que alejar esos pensamientos. Estaba decidido a todo, a cortar el hilo de su vida con la bala. .,. ¡Dos pesos! Nuevamente le causó asombro aquello. Era el pasaje más barato que había comprado. Dos pesos. . ., y un viaje definitivo, total.
«Termino ahora, Cecilia. Son las cinco de la tarde ya. El reloj de pulsera que tengo es para que se lo dejes a Julio, Y el esferográífico para Alberto, ¿Qué herencia tan fabulosa, verdad?»
Luego los personajes cíe sus novelas lo importunaron. Sobre el pedazo de papel que aún quedaba en blanco, aparecieron los nombres de aquellas obras inéditas: í4La noche del regreso». . , «Las garras», , , «Diámetro». . .
«Este es el último favor que te pido, Cecilia después de que yo haya muerto, saca mis novelas que están dentro del pupitre. Son tres. ¿Las recuerdas? Riégales un poco de gasolina, y quémalas en el patio de la casa. Luego, echa las cenizas al viento, No quiero que quede una sola huella de mis libros».
Clara Vicenta entonces sollozó. Sí, estaba seguro de haber oído su llanto. Quiso incorporarse y corregir el final de la novela, hacer que César la perdonara, Era una mujer débil y podía ca er. . . Pero no. No tenía tiempo ya. Además, como dijera César Castillo, el destino de Clara Vicenta se lo había forjado ello misma. «
Nora quedó agradecida. Y Gabriel también, Había pasado ratos maravillosos con la esposa de su amigo. Ratos inolvidables en los rincones más íntimos del Cauca, en las cumbres del Ruíz, en las arenas de las playas de Cartagena. . , Héctor Mossén no mostró siquiera arrepentimiento. Su boca de sátiro solo se torció en una mueca de desprecio cuando vio la última frase de la carta.
«Adiós, pues, Cecilia. Adiós»,
Firmó. No la leyó siquiera. La guardó dentro de un amplio sobre blanco y escribió: «Para mi esposa»,
Luego tomó el arma en sus manos. Estaba fría.
La levantó hacia la sien derecha. ¿Sentiría dolor? No. La bala rasgaría con velocidad inusitada los velos de su cerebro, y le borraría de un manotón los pensamientos, los recuerdos, las ansiedades…
Apuntó bien. Puso el dedo sobre el gatillo.
La puerta se abrió. Y apareció, con sus pasos iniciales, sus cabellos rubios y sus ojos azules, Alberto. El hombre bajó el arma y la guardó en el bolsillo de la americana.
—¿Qué quieres?
Alberto le explicó, con su lenguaje infantil, que había sido víctima de una pilatuna de Julio. Lo tomó con cariño y lo sentó sobre sus rodillas. Luego con sus labios secó las lágrimas que corrían sobre las pálidas mejillas del niño. Este lo abrazó, Rodeó con sus brazos débiles el cuello fatigado del padre, y pareció dormir sobre su pecho. Después levantó hacia él sus ojos azules, puros, traslúcidos, a través de los cuales se adivinaba su alma.
El hombre lo dejó sobre el suelo, Tomó el revólver y sacó la bala que le había costado dos pesos. Abrió la ventana y la arrojó lejos, lejos. . .
Luego rasgó la carta en pequeños pedazos, que fueron volando sobre el jardín como mariposas muertas. El niño lo miraba. En las últimas hogueras del crepúsculo, la noche iba fundiendo sus estrellas.