(Foto: archivo: Clínica Dental Forte)
Cuando se caen, los niños se emocionan; saben que a la mañana siguiente encontrarán un billete, dulce u otro regalo bajo su almohada.
Los padres, por su parte, los guardan por el valor sentimental. Sin embargo, los dientes de leche poseen algo en su interior que vale la pena aprovechar: células madre.
Investigadores del National Institutes of Health, Estados Unidos, afirman que estas células que se encuentran en la pulpa dental de los dientes de leche y pueden regenerar piel, tejidos (cardíaco y hepático), hueso y articulaciones. Además de servir en el tratamiento de algunas enfermedades como diabetes, Alzhéimer, esclerosis múltiple, artritis; entre otras.
De acuerdo con muchas investigaciones los dientes de leche tienen mayor poder regenerativo que los dientes permanentes, pues sus células son jóvenes y no han sido tan expuestas al ambiente.
Sin embargo, para mantener su calidad y que sean buena fuente de células madre, deben ser extraídos por un dentista, pues así no se altera su suministro de sangre.
Los dientes extraídos deben enviarse a Bancos de células madre dentales, quienes se encargan de recolectar, evaluar, aislar y crio preservar las células madre de este tipo.
Si tiene un hijo, ya sabe que puede usar sus dientes de leche a favor de su salud. (José Infante-elmundoalinstante.com)
Por una letra bíblica nació el internet
Conectar computadoras en una gran red parecía, al inicio, una tarea compleja. Aquí le contamos cómo fue el origen de internet
En la década de 1960, Bob Taylor, un ingeniero que había estudiado psicología, trabajaba en el centro del Pentágono en Washington D.C.
Estaba en el 3er. piso, cerca del secretario de Defensa de Estados Unidos y del jefe de una agencia que había sido fundada en 1958 como parte de ese departamento: la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada (Arpa).
Arpa había empezado la carrera espacial, pero NASA, creada unos meses más tarde, la eclipsó.
Todo parecía indicar que no tenía futuro, pero Arpa resucitó y jugó un papel fundamental en creaciones transformadoras.
La guarida
Su resurrección empezó en 1966, cuando Taylor y Arpa plantaron la semilla de algo grande.
Al lado de su oficina estaba la sala de terminales, un pequeño espacio en el que había tres terminales de acceso remoto con tres teclados diferentes, uno al lado del otro.
Cada terminal le permitía a Taylor emitir comandos a una computadora mainframe lejana.
Una estaba en el Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT), a más de 700 km. de distancia
Las otras dos estaban en el otro lado del país, una en la Universidad de California y la otra era el mainframe del Comando Aéreo Estratégico en Santa Mónica, llamado AN / FSQ32XD1A, o Q32 para abreviar.
Cada una de esas computadoras masivas requería un procedimiento de inicio de sesión y un lenguaje de programación diferente.
Era, como lo expresaron los historiadores Katie Hafner y Matthew Lyon, como “tener una guarida abarrotada de varios televisores, cada uno dedicado a un canal diferente”.
Aunque Taylor podía acceder a esas computadoras de forma remota a través de sus terminales, estas no podían conectarse fácilmente entre sí, ni con otras computadoras financiadas por Arpa en Estados Unidos.
Compartir datos, dividir un cálculo complejo o incluso enviar un mensaje entre esas computadoras era casi imposible.
Gran idea
El siguiente paso era obvio, dijo Taylor.
“Deberíamos encontrar una manera de conectar todas estas máquinas diferentes”. Taylor habló con el jefe de Arpa, Charles Herzfeld, sobre su objetivo. “Ya sabemos cómo hacerlo”, le aseguró, aunque no estaba claro si alguien realmente sabía cómo conectar una red nacional de computadoras mainframe.
“¡Gran idea!”, exclamó Herzfeld. “Ponlo en marcha. Tendrás US$1 millón más en tu presupuesto”. La reunión había tomado 20 minutos.
Formidable desafío
Larry Roberts del MIT ya había logrado que uno de sus mainframes compartiera datos con el Q-32: dos supercomputadoras charlando por teléfono. Lograrlo había sido un proceso lento, frágil y quisquilloso.
Pero Taylor, Roberts y sus compañeros visionarios de redes tenían algo mucho más ambicioso en mente: una red a la que cualquier computadora pudiera conectarse.
Como dijo Roberts en ese momento, “casi todos los elementos concebibles de hardware y software de la computadora estarán en la red”. Se trataba de una gran oportunidad, pero también de un formidable desafío.
¿Algún voluntario?
Las computadoras eran raras, caras y enclenques según los estándares modernos. Por lo general, eran programadas a mano por los investigadores que las usaban.
¿Quién convencería a esos pocos privilegiados de que dejaran de lado sus proyectos para escribir códigos al servicio del proyecto de intercambio de datos de otra persona?
Era como pedirle al propietario de un Ferrari que dejara el motor en ralentí para calentar un filete que se iba a comer el perro de otra persona. Por suerte, a otro pionero de la informática, el físico Wesley Clark, se le ocurrió una solución.
Un lenguaje común
Clark había estado siguiendo la aparición de una nueva generación de computadoras. El miniordenador era modesto y económico en comparación con los mainframes del tamaño de una habitación instalados en universidades de Estados Unidos.
Clark sugirió instalar una minicomputadora en cada sitio de esta nueva red. El mainframe local, el descomunal Q-32, por ejemplo, se comunicaría con el miniordenador que estaba cerca.
El miniordenador se encargaría de comunicarse con todos los demás minicomputadores de la red y sería responsable del nuevo e interesante problema de mover paquetes de datos de manera confiable por la red hasta que llegaran a su destino.
Todos los minicomputadores funcionarían de la misma manera, de manera que, si se escribía un programa de red para uno, funcionaría en todos.
Adam Smith, el padre de la economía, se habría sentido orgulloso de la forma en que Clark se estaba aprovechando de la especialización y la división del trabajo, tal vez su idea definitoria.
Los mainframes existentes seguirían haciendo lo que ya hacían bien. Las nuevas minicomputadoras se optimizarían para manejar de manera confiable la red sin fallar.
Y seguramente no estaría de más que Arpa pagara por todo.
A prueba de estudiantes
La belleza de la idea de Clark era que cada unidad central local tenía que ser programada simplemente para que se comunicara con la pequeña caja negra que estaba a su lado: la minicomputadora local.
Eso era lo único que se necesitaría para que quedara conectada con toda la red. Las “pequeñas cajas negras” eran en realidad grandes y grises. Se llamaban procesadores de mensajes de interfaz (IMP).
Los IMP eran versiones personalizadas de minicomputadoras Honeywell, que eran del tamaño de refrigeradores y pesaban más de 400 kg. cada una. Costaban US$80.000 cada una, más de US$500.000 en dinero de hoy.
Lo que los diseñadores de la red querían eran procesadores de mensajes que trabajaran en silencio, con una supervisión mínima, y ??no se detuvieran a pesar del calor o frío, las vibraciones o sobretensiones, el moho, los ratones o, lo más peligroso de todo, los curiosos estudiantes armados con destornilladores.
Las computadoras Honeywell de grado militar parecían el punto de partida ideal, aunque su blindaje quizás era un poco excesivo.
“Mirad”
El prototipo, IMP 0, estuvo listo a principios de 1969. Pero no funcionó. Un joven ingeniero se dedicó a arreglarlo durante meses, desenvolviendo y envolviendo manualmente cables alrededor de palitos de metal separados por una distancia de aproximadamente 1 milímetro.
No fue sino hasta octubre de ese año que IMP 1 e IMP 2 estuvieron en posición en la Universidad de California, Los Ángeles, y el Instituto de Investigación de Stanford, a más de 500 km de distancia.
El 29 de octubre de 1969, dos computadoras centrales intercambiaron su primera palabra a través de sus IMP complementarios.La palabra fue: “Lo“… una expresión literaria,hasta bíblica, que significa “Mirad” o “Ved”.
La verdad es que la intención del operador había sido escribir: “Login” (“Iniciar sesión”) pero la red se cayó después de dos letras. Un inicio accidentado, pero Arpanet había sido encendida.
Le siguieron otras redes, al igual que un proyecto de una década para interconectarlas en una red de redes, o simplemente, “internet”.
Finalmente, los IMP fueron reemplazados por dispositivos más modernos llamados enrutadores. A fines de la década de 1980, eran piezas de museo.
Pero el mundo que Roberts había predicho, en el que “casi todos los elementos concebibles de hardware y software de la computadora estarán en la red”, se estaba haciendo realidad. Y los IMP habían abierto y mostrado el camino.
¿Y Arpa? Gracias a la claridad de su misión, la calidad de sus jefes y la confianza depositada en ellos pasó a jugar un rol importante también en la creación del sistema de posicionamiento global y, más recientemente, los autos sin conductor. (José Infante-elmundoalinstante.com)
Antes de que las fábricas aparecieran los Mayas cambiaron el clima
Símbolo de la cultura Maya. (Foto: archivo particular).
Crearon vastos sistemas de canales y humedales para contrarrestar la sequía. Al hacerlo, deforestaron la selva y liberaron gases de efecto invernadero.
La civilización maya alcanzó un deslumbrante esplendor cultural, científico y tecnológico en la península del Yucatán (en las actuales México, Guatemala y Belice) durante su periodo clásico, ocurrido entre los años 250 y 900 después de Cristo.
Su sociedad era compleja y jerarquizada, con sacerdotes, aristócratas, comerciantes, artesanos y campesinos, y descansaba sobre poderosas ciudades-estado. Hasta ahora se han encontrado más de 50 importantes asentamientos de esa época, y se cree que esta civilización llegó a ocupar una extensión de 350.000 kilómetros cuadrados. Pero todo tiene un precio. El sistema maya dependía de una compleja y tupida red de carreteras y rutas comerciales y de vastas extensiones de campos agrícolas, terrazas y regadíos, que debían arañarle terreno a la espesa selva para alimentar a la población.
Así fue hasta el año 900. Alrededor de esas fechas, la civilización maya cayó, casi de la noche a la mañana, y la mayoría de sus ciudades quedaron abandonadas, por causas no bien conocidas. En este sentido, se ha sugerido que la guerra, la inestabilidad política, el declive del comercio y la decadencia del medio ambiente pudieron hacer temblar los cimientos de esta orgullosa cultura. Y que, por encima de todo, un cambio climático local trajo consigo intensas y largas sequías, que fueron fatales para los cultivos principales de los mayas.
En respuesta a estas sequías, los mayas construyeron inmensos sistemas de canales para distribuir el agua y transformar la selva en humedales en los que poder cultivar y obtener comida para alimentar a su gente. Estos sistemas fueron tan extensos que liberaron gases de efecto invernadero suficientes como para cambiar el clima y arrancar el Antropoceno, la era geológica marcada por la actividad humana, tal como ha concluido un estudio que se acaba de publicar en Proceedings of the National Academy of Sciences y que ha sido elaborado por investigadores de la Universidad de Texas en Austin (EEUU).
«Apenas estamos comenzando a comprender toda la huella humana del Antropoceno en los bosques tropicales», ha dicho en un comunicado Tim Beach, director de la investigación. «Pero estos largos y complejas redes de los humedales podrían haber cambiado el clima mucho antes de la industrialización». (José Infante-elmundoalinstante.com)
¿Por qué existe la letra H si no suena?
Hay que ver los horribles quebraderos de cabeza que nos hace padecer la dichosa letra H. Al hablar no presenta problemas, pero a la hora de escribir es otra historia: se transforma en una horripilante pesadilla.
La dificultad de la H estriba en que es la única letra del alfabeto español muda, la única que no posee sonido alguno. Únicamente se pronuncia cuando va precedida de la C, formando de ese modo el sonido CH. Pero cuando va ella sola, huérfana de C, es como si no existiese.
El problema es que en español hay más de 2.000 palabras que comienzan con esa letra H, que pasa inadvertida ya que no se deja oír. Y, para más agravio aún, la H también puede aparecer intercalada, en medio de palabras como zanahoria, adhesivo, tahúr o bahía.
La pregunta, absolutamente legítima, que surge entonces es: y si no suena, ¿por qué demonios existe la H? ¿Es una letra inútil que está ahí con el único propósito de complicarnos la vida?
No es la primera vez que se humilla a la H, que se hace leña contra esa letra aparentemente inservible. De hecho, a lo largo de la historia ha habido numerosos intentos por suprimirla.
El prestigioso lingüista venezolano Andrés Bello ya pidió en 1823, a coro con el escritor colombiano Juan García del Río, una reforma ortográfica que acabara de una vez por todas con la H. También Gabriel García Márquez abogaba eliminar esa letra muda.
Y en 1726, los autores del Diccionario de la Lengua Castellana publicado por la Real Academia ya sentenciaron que la H “casi no es una letra”.
Pero ahí sigue la H, resistiendo a vientos, mareas y huracanes.
“Una letra reúne dentro de sí muchas cosas: el nombre, la figura, la pronunciación. La H es una letra muy compleja, y existe porque ha ido reuniendo a lo largo de la historia una serie de valores, algunos de los cuales han desaparecido, pero otros se mantienen”, asegura José Manuel Blecua, doctor en Filología Románica, catedrático de Lengua Española y ex director de la Real Academia Española, RAE. (José Infante-elmundoalinstante.com)