Desde que lo encontró en una caneca, lo llamó simplemente Cañé. Era rosado, con orejas azules y un delantal amarillo. No tenía ojos, y apenas una huella casi invisible señalaba el lugar de la boca. Una tarde su madre le cosió dos botones debajo de las cejas, y resultaron uno más grande que otro. Los compañeros de la gallada le decían que Cañé era tuerto, pero al niño eso no le importaba, porque era suyo.
Un día lo despertó el ruido de un motor. ¿O de varios motores? Pensó que por fin le habían abierto calles al barrio y que llegaban los buses, que después lo llevarían hasta el centro de la ciudad. Salió disparado del jergón que compartía con su madre y sus hermanos, y separó de un manotazo el plástico oscuro que hacía las veces de puerta. Y entonces los vio: no eran buses sino unos carros grandes y ruidosos, con unas palas metálicas en la parte delantera. Esculcando entre sus recuerdos los ubicó: alguna vez, en su pueblo, esas máquinas habían derribado parte de una montaña, para empezar a construir una carretera que no se terminó nunca.
Se metió otra vez al cuarto y sacó a Cañé. Pese a la diferencia de sus ojos cosidos, él estaba convencido de que veía muy bien las cosas, y que las entendía mejor que muchas personas.
Cañé y el niño contaron cuatro máquinas. ¿Para convertir en calles los caminos de basura y de barro que dividían el barrio de los desplazados? Tal vez. Y luego sí vendrían los buses, y por las noches habría luz eléctrica, y por las mañanas en los tubos habría agua limpia.
Pero Cañé y el niño vieron algo extraño, que no pudieron entender: las máquinas amarillas y rugientes no ampliaban las calles, sino que iban derrumbando los ranchos. Primero uno, después otro, luego un tercero. Les pasaban por encima y aplastaban las ollas, los cajones, las canecas donde se recogía el agua de la lluvia. Los monstruos de metal dejaban luego la tierra lisa, teñida de colores: los de una cobija, los de un mantel rescatado de los desperdicios, los de una cortina que le pintó flores al plástico roto de las ventanas.
La madre y los hermanos del niño lo metieron al rancho, y lo obligaron a cargar sus pocas pertenencias para ponerlas a salvo del paso de las máquinas. Sacaron algunos pocilios, la olleta de hacer el agua de panela, la mesa de tres patas, las barandas de un catre.
En la prisa por rescatar esos elementos, Cañé se quedó olvidado encima de un cajón en el que a veces se sentaba la madre. La máquina llegó rugiendo al rancho, se lo engulló, y cuando avanzó un par de metros vomitó pedazos de tabla, una imagen del Sagrado Corazón, una veladora, tres tazas de aluminio.
El niño se acercó corriendo, y encontró a Cañé lleno de tierra y aplastado como una cartulina. Mientras el bulldozer se alejaba destruyendo otros tugurios de lo que llamaban una invasión, el niño se dio cuenta de que Cañé había perdido uno de los botones que la madre le había cosido debajo de las cejas.
Y viendo cómo las máquinas seguían tragándose los ranchos, y doliéndole la plana desolación que dejaban detrás de su paso, recordó una frase que algún día le oyó a su padre, antes de que los abandonara: «Para lo que hay que ver, con un ojo basta».