Por: Juan Restrepo
Hace algún tiempo, la policía española rindió un curioso homenaje al heroico lisiado que exhibe hoy sus amputaciones de bronce frente al castillo de San Felipe de Barajas en Cartagena de Indias, don Blas de Lezo. Bautizó como “Operación Lezo” un procedimiento contra la corrupción que llevó a la cárcel, entre otras personalidades, al último gerente de Metroagua de Santa Marta, Edmundo Rodríguez Sobrino, cuya gestión es de ingrata memoria para los samarios.
Rodriguez Sobrino era el testaferro en América de Ignacio González, ex presidente de la Comunidad de Madrid, del partido Popular, quien también fuea parar con sus huesos a la cárcel. Según el material de investigación, los dos socios se paseaban por las calles de la Heroica con bolsas presumiblemente cargadas de billetes, aunque González alega que el contenido de aquellas alforjas era toallas para extenderse a recibir el sol del Caribe. De ahí el nombre de la operación policial.
Las pesquisas de la policía bajo el patronato del ilustre marino guipuzcoano sin cuyas hazañas seguramente no hablaríamos hoy castellano en Colombia, pusieron al descubierto un caso de enriquecimiento ilícito que deja al partido Popular del presidente Mariano Rajoy —no es la primera vez— con las vergüenzas al aire. El monto de lo que aquí hablamos es de unos veinte millones de euros. Una cosilla casi sin importancia si tenemos en cuenta que Manuel Chaves y José Antonio Griñan, dos ex altos cargos del otro gran partido español, el partido Socialista, afrontan un proceso en el que se les reclama la devolución a la Hacienda pública de 741 millones de euros.
En Inglaterra, patria del sistema parlamentario, los escándalos políticos siempre siguieron una respetable costumbre; como la constitución, que no está escrita pero se acata de manera consuetudinaria. Y el parlamentarismo inglés sentó su propia rutina para los vicios y virtudes del sistema; de modo que la deshonra de los servidores públicos de izquierda siempre era por delitos económicos, y la de los de derecha por algún alboroto sexual. Dicho de otra forma, a los whigs los pillaban siempre por el bolsillo y a los tories por la bragueta.
Este canon saltó el canal de la Mancha y, con más o menos variantes, se aplicó en el continente europeo hasta hace relativamente poco tiempo. En España y sus colonias americanas la cosa fue un poco más desordenada pero siempre se hizo lo posible por mantener la norma inglesa. De hecho en la península, de un señor marqués se podía esperar más fácil un desorden en la cama que un desgobierno en su hacienda. Aunque claro, no se puede poner la mano en el fuego por nadie.
La cosa es que a los españoles —que tuvieron a gala no hablar de dinero porque era de muy mala educación, incluso entre las clases menos pudientes— les entró una apremiante fiebre pecuniaria a mediados de los años 80. Yo diría que con la irrupción de un fenómeno muy puntual, la aparición de un banquero que rompió los moldes del sistema. El personaje en cuestión se llamaba Mario Conde y tenía más estampa de bailarín de tango antiguo que de plutócrata. Y si no en el compás de dos por cuarto, don Mario sí lucía su palmito con mucho estilo en los tablaos de Sevilla.
Nadie supo ver aquella primera señal de alarma. Hasta entonces la figura del banquero —en España y en Cafarnaúm— era la de un señor mayor, entrado en carnes y con problemas de próstata, no la de Al Pacino en Perfume de Mujer. Y Mario Conde, que no había cumplido los cuarenta años, se hizo de la noche a la mañana, con un banco cuya clientela podría ser tan numerosa como todos los habitantes que hoy tiene Bogotá. El joven banquero inauguró lo que en España se conoce como la cultura del “pelotazo”, o sea, del enriquecimiento exprés. Y terminó en la cárcel.
Sin embargo, todos quisieron imitarlo, particularmente los políticos que tenían dos instrumentos poderosísimos para emular al banquero bailarín: el presupuesto y la contratación pública. Lo demás es historia bien conocida. En la izquierda, representada por los socialistas, empezaron trapicheando para financiar al partido y siguieron porque tenían que cambiar las tres ces preceptivas: compañera, coche y casa. Y en la derecha, encarnada en los populares, hasta don Rodrigo de Rato y Figaredo, ex vicepresidente del gobierno, rico de cuna y emparentado con la nobleza, fue a parar a la cárcel y hoy anda empapelado por llenar su faltriquera más de lo debido.
Del lodazal en el que los dos partidos tradicionales convirtieron la gestión pública surgió Podemos, partido que cuenta con cinco millones de votantes y dice que viene a regenerar la política española. Finalidad dudosa porque, aunque sus dirigentes lo niegan por activa y por pasiva, fue financiado por Venezuela que hoy no es ejemplo de nada. Y la defensa a ultranza que hacen del régimen chavista es una de sus cartas de presentación. Su líder, Pablo Iglesias, es tan reaccionario y regresivo como podría serlo un dirigente de extrema derecha.
Pero quizá lo más inquietante de Podemos es el fanatismo cerril de una gran parte de sus seguidores y votantes. Gentes que no admiten críticas de ningún tipo, entregadas a la figura caudillista de Iglesias, un político megalómano que busca ser el centro de atención a toda costa. Más que un partido parece una religión, como el chavismo. Esta es la alternativa en España a la corrupción de socialistas y populares.
Por supuesto ni se me pasa por la cabeza que una situación como la española —tan digna de ser analizada y de sacar consecuencias políticas— sirva de enseñanza en un país como Colombia. La gente seguirá votando a los de Oderbrecht, Reficar, Foncolpuertos, Dragacol, etc, etc… Hasta que un día aparezca el mesías de turno queriendo emular a Hugo Chávez. Ahí ya anda Gustavo Petro enseñando la patita.