Ahora cuando vuelve sobre la escena nacional el asunto de los títulos inventados, de los falsos “especialistas”, me viene el recuerdo de un profesor que solía matizar sus clases con apuntes sarcásticos. Era un especialista del derecho civil, para más señas. Un maestro de la enseñanza y un verdadero docto en sus materias.
Alguna vez interrumpió su clase para recrear una anécdota. Dijo entonces que uno de los problemas de la educación superior era las que ya se denominaban “universidades de garaje”, más por el vacío intelectual que por la precariedad de sus instalaciones.
Repetía el cuento de un colega que les advertía a sus alumnos para que tuvieran cuidado a la hora de escoger su alma mater. En cierta ocasión, ante la necesidad de hacer una diligencia cerca de una de esas “instituciones”, le pidió el favor a un alumno pero con la perentoria conminación: “no se demore mucho, porque de pronto me regresa graduado”.
También hablaba de los méritos académicos inexistentes o de oídas, que hoy están en boga. “A veces van a una universidad internacional acreditada, la visitan e inclusive asisten a clases ocasionales, y luego vuelven al país con el cartón imaginario y no vacilan en colgarlo donde todos lo vean o en agregarlo a su hoja de vida”.
Hay cosas repetidos de harvarianos, sorboneses u oxforianos de esa naturaleza. Ni pena les da. Pasan frente a la universidad, se toman una foto y automáticamente adquieren la maestría o la especialización.
Si solo fuera por un toque de simple vanidad, digo, ya resultaría grave, pero inane frente a terceros. ¿O no? Pero si además el artificio sirve como puente y garantía para montar empresas y conseguir grandes contratos con entidades oficiales, ya desborda todos los límites no solo de la ética sino del campo legal.
El Estado tendría que ser más riguroso y permanecer vigilante para evitar ese tipo de asaltos a la buena fe. Acaso en memoria de aquel educador que desde tiempos ya lejanos en medio de bromas, ponía la pica en Flandes contra los piratas «suma cum laude» y de los centros formativos de pacotilla, nidos de la mediocridad.
Es tiempo de desenmascar a los profesionales de la opereta y la piratería. En lenguaje de la calle, conejeros de profesión. Ni squiera les cabría el eufemismo de ladrones de cuello blanco. Y en cuanto a los claustros que se burlan de los requisitos mínimos para su funcionamiento, ahí está el ministerio de Educación que tiene instrumentos amplios y suficientes para ponerles el tatequieto.