La muerte es el punto final de una tarea que no imaginamos quién nos puso, y no sabemos quién se encargará de calificar
Cuando Peregrino Cadena despertó vio a Frida, que lo observaba con una sonrisa solidaria.
—El placer a veces duele más que cualquier otra cosa —dijo ella.
Él pensó comentarle que en su visita a la casa de Tita Tulia habían intervenido muchas sensaciones menos el placer, pero se sintió cansado antes de comenzar la explicación.Peregrino le recibió el café que saboreó con deleite, sintiendo cómo iba metiéndose en su cuerpo, repartiéndose en su sangre, reconstruyéndolo. Pensó que no había encontrado un sitio donde quedarse, y que Solodios, después de ser su pueblo durante años, era ahora como un territorio desconocido donde él no pasaba de ser un forastero.
Habría sido mejor que Haroldo Ventura lo encontrara y le solucionara el problema de estar vivo, pero un instinto de defensa o de cobardía lo llevó a esquivarlo. Abel, su única conexión con la amistad, o estaba en el frente con una metralleta en la mano o en el fondo de una trinchera con un puñado de tierra entre la boca. Y de su hogar no quería acordarse, la última experiencia le dio la medida exacta de su ruina.
—¿A dónde irá? —preguntó ella.
Peregrino no lo sabía. A Palmasola no podría volver, se había convertido en una tierra de nadie que pasaba de la izquierda a la derecha y a la que ese trajín había convertido «n un espacio yermo. Al norte, pensó por un momento; pero desde años antes los viajeros se extraviaban entre la bruma de los pantanos que ahora, con largos años de constante lluvia, se habían convertido en un interminable mar de lodo. Al occidente sólo quedaba el caos de un mundo por donde ya había pasado la guerra, y cuyos seres, malignos y cambiantes, pertenecían a otra especie o a ninguna. Así que el único camino era el sur.
—Al frente de batalla —dijo Peregrino. Y Frida se ofreció a llevarlo en la carreta.
—No tengo armas —dijo Peregrino. Y ella: — Va a encontrar miles de muertos a los que las armas ya no les sirven para nada—. Así que fue al corral, enlazó al caballo que en esos días, desde su salida a Palmasola, había perdido la mitad de su peso, y lo ató a la carreta.
Poco a poco abandonaron las calles fangosas de Solodios. Peregrino recordó a Cantor Valero porque los árboles estaban ese día más amarillos. Pensó en el Guardián que lo había ayudado a meterse a la cárcel. El mundo había cambiado, se dijo. Él nació para vivir en paz, y en medio de la guerra se encontraba perdido como un niño en un bosque. El estado natural del hombre era la paz. La guerra constituía un error.
Iban callados, y por eso los disparos ya próximos sonaron con más fuerza.
—O el caballo anda muy rápido —dijo el desertor— o la guerra está más cerca.
—Es eso —dijo Frida—. Hace dos meses, de las últimas calles de Solodios al frente había treinta kilómetros, y ahora no hay ni siquiera diez.
—¿Qué pasará – preguntó él —cuando el norte y el sur se encuentren?
—Será el fin del mundo —dijo Frida—. El norte y el sur siempre han sido enemigos.
Antes de llegar a las trincheras encontraron el campamento de los generales. ¿Eran los mismos que había visto en el burdel, ganando y perdiendo batallas encima de los mapas? Peregrino no podía afirmarlo ni negarlo, porque en una guerra todos los combatientes son iguales.
—Vengo a entregarme —dijo Peregrino—. O mejor dicho: a reincorporarme a las filas.
Los dos comandantes lo miraron preocupados.
—¿Es de los tuyos? —preguntó Uno.
—Creí que era de los tuyos —respondió Otro. Otro y Uno lo examinaron sin mucho interés, y desde una prudente distancia: el uniforme rasgado y sucio de Peregrino tenía prendido el olor transitorio de la paz, y a ellos les repugnaba.
—Deserté hace unos días —explicó Cadena—. Quise volver a Solodios en busca de la paz y de mi familia. La paz agoniza entre los pantanos acorralada por la guerra, y mi familia está repartida entre el ocio, el miedo y el prostíbulo.
—Eso les pasa a todas las familias —dijo Uno—. En situación normal son potables, pero en casos de emergencia se corrompen.
—Así que quiere reincorporarse —dijo Otro. Y preguntó— ¿Qué sabe hacer?
Peregrino recordó una experiencia suya de años antes. Una tarde llegó un hombre a Palmasola y le pidió
trabajo. Peregrino le hizo la misma pregunta que ahora le formulaba Otro, y el hombre dijo: «Sé marcar el ganado, sé amansar potros, sé cuidar las sementeras, arar, vigilar el crecimiento de las matas, organizar las siegas y las trillas, sé proteger el trigo en los graneros, sé ayudarle a un ternero a dejar el vientre tibio de la vaca, sé hacer acequias y trazar caminos, sé cantar serenatas, sé enamorar a una mujer y sembrarla de hijos».
—¿Qué sabe hacer? —insistió Otro. Y Peregrino recitó sus habilidades:
—Sé amar la paz y respetar al hombre, sé amar a Dios y respetar al mundo, sé montar un caballo y recorrer los caminos desde la madrugada hasta el crepúsculo, sé compartir la risa vegetal de las mazorcas, sé poner entre las hojas de los árboles besos tan encendidos como los arrayanes, sé elevar con mi hijo las cometas de agosto, sé respetar a una mujer como una sementera de ternura.
Uno y Otro se miraron, desconcertados. —¡Fusílenlo! —ordenaron aun tiempo.
Frida se mantenía un poco lejos, pero lo habíaescuchado todo. Si Peregrino hubiera contestadosimplemente: «Sé robar las raciones de losagonizantes, escupir en la sopa de lágrimas de losheridos, sé beber la sangre de los mutilados, sé prenderla mecha de las explosiones y de los cataclismos, sécargar un cañón con cráneos enemigos, sé tartamudearcon una metralleta que escribe en su especial códigomorse los telegramas de la muerte». Sí, pensaba Frida,si esas hubieran sido las palabras de Cadena, lo habríanincorporado al frente sin más preámbulos. Pero se loganó la sinceridad, y eso era peligroso en un mundo al que la guerra había convertido en un perfecto hipócrita.
Otro y Uno llamaron a los ejecutores de la sentencia. No los oyeron, no sólo porque los soldados terminaban sordos ante las detonaciones y los lamentos sino porque todos hablaban lenguajes diferentes aún cuando compartieran el idioma universal del odio. Entonces Uno sacó su pistola y le disparó cinco tiros, y Otro, para no ser menos, le disparó seis.
Frida lo vio crisparse, unir las manos como en una plegaria, vibrar en el aire sucio por los olores de los cadáveres y la pólvora. Vio cómo se le abrían los ojos abarcando la destrucción y la ruina, y cómo se le perfilaba la cara para convertirse en la moneda con que tenía que pagar el tránsito a la otra orilla. Peregrino Cadena cayó en el borde de la última trinchera, y su mano derecha se crispó sobre la culata de una metralleta que agitó como un pañuelo de metal en una despedida imposible.
Frida bajó de la carreta. Y mientras los generales volvían a concentrar su atención en los mapas arrastró el cadáver, con un esfuerzo enorme: no sólo porque los muertos pesan, incluso en la conciencia de quienes los matan, sino porque la sangre, la llovizna y el barro lo empapaban. Lo empujó, lo impulsó, lo subió a la carreta, se trepó en ella y arrancó. Los resplandores de los disparos la acompañaron por un par de kilómetros. Cuando se sintió lejos de las trincheras volvió a mirar el cadáver, y vio que la mano derecha se le había endurecido empuñando el arma.
Llegó a Solodios y lo atravesó de un extremo a otro. Los pasos del caballo apenas se oían entre la lluvia que de nuevo arreciaba con su séquito de relámpagos y truenos. Al cruzar por la plaza vio la iglesia cerrada, y pensó que Dios continuaba en vacaciones y que por eso los hombres prolongaban el desorden matándose en ese sucio juego de la guerra.
No podía ir al oriente, donde las guerrillas eran dueñas de todo. Tampoco al norte, porque los pantanos se tragaban hasta el silencio. Así que Frida, con el cadáver de Peregrino Cadena balanceándose en la parte posterior de la carreta, tomó hacia el occidente: con lo que había sido un hombre, hacia lo que había sido un mundo.