El protagonista de «Arde París», el libro de Larry Collins y Dominique Lapierre, vivió en Bogotá.
Por: Gilberto Castillo
“Pierre Sarre, el soldado cuyo mono (overol) ardía se revolcó por el suelo intentando contener el fuego. Con las manos extinguió las últimas llamas y, juntamente con el soldado de infantería José Molina, echó a correr bajo el fuego de las ametralladoras que se encarnizaban contra ellos. Pero dos veces las balas de las ametralladoras, al rozarle prendieron nuevamente el fuego en su mono empapado de grasa. Con el brazo roto por una bala. Sarre pudo al fin llegar, siempre acompañado de Molina, hasta una casa, bajo cuyo porche se guarecieron. Por desgracia, en el mismo momento un obús explosivo cayó sobre la casa, decapitando con un trozo de metralla al infante Molina y haciendo caer sobre Sarre una lluvia de vigas y tejas incandescentes. Sarre, horrorizado, vio su mono inflamado de nuevo”.
Esta es la transcripción textual de un párrafo perteneciente a la página 307 del libro “¿Arde París?” de Dominique Lapierre y Larry Collins, que narra la reconquista de París en la Segunda Guerra Mundial. Pierre Sarre, el protagonista, vivió en Bogotá (a mediados de los 80) y fue un “famoso desconocido”.
Enrolado en la Segunda División
En 1964, Pierre sintió nostalgia por los compañeros colombianos que lucharon con él en la Legión Extranjera durante la guerra. Se vino a buscarlos, los encontró y organizó una asociación de veteranos. Consiguió una pensión para cada uno de ellos de parte del gobierno francés y se quedó a vivir en Bogotá. Esta entrevista es el revivir íntimo de un hecho que abrió el camino a los ejércitos aliados en la toma de la “Ciudad luz” en agosto de 1944.
-¿Pierre, estando usted en México, cómo se vinculó a los ejércitos aliados?
Mi familia, de origen francés, estaba radicada en México y cuando nací mi padre me registró en el consulado de Francia; automáticamente quedé reconocido como ciudadano de ese país. Posteriormente en México se promulgó una ley que decía: “Todos los hijos de ciudadanos extranjeros nacidos en México son considerados mexicanos”. De manera que sin proponérmelo obtuve las dos nacionalidades. En 1940, por ser reconocido como ciudadano de ese país, dice arrellanándose en el sofá donde está sentado, debía prestar el servicio militar obligatorio y estaba listo. Pero la guerra llegó a Francia y entonces nos dijeron que nos quedáramos a esperar nuevas instrucciones. Al poco tiempo llegó la orden, y ochenta franceses salimos de México, pero al llegar a Martinica se firmó un armisticio y debimos regresar. Yo sentía la necesidad de enrolarme y luchar por una Francia libre; entonces firmé como voluntario de la Legión y, en junio o julio del 41 salimos hacia Europa. Primero estuvimos en entrenamiento en Inglaterra, y posteriormente salimos a darle la vuelta a África para llegar hasta Egipto y reforzar al Octavo Ejército inglés que estaba en dificultades. Allá quedamos incorporados a la recién formada Segunda División Blindada con base de operaciones en Casablanca.
Derecho al enemigo
-¿Fue allá donde conoció usted a los colombianos que lucharon a su lado?
No. Fue en Francia en un campo de entrenamiento. Después nos volveríamos a encontrar. Ellos hacían parte de la Legión Extranjera, yo cumplía otras misiones y tuvimos que separarnos. Fueron muchos los momentos de peligro que viví en la guerra, -continúa Pierre-. En el viaje hacia Egipto éramos asediados por submarinos enemigos y entonces nos dirigimos a Groenlandia para evitarlos, pero allí nos atacaron los aviones. Eran tremendas la destrucción y las bajas que teníamos. De un convoy de 80 buques solamente llegaban a 40 o 50. Pierre habla con emoción, como si volviera a revivir aquellas largas horas de angustia. Donde sí me vi en las “garras del tigre” fue en París por los días de nuestra entrada a liberar la ciudad. Yo era conductor de un tanque llamado “La Marne” y el capitán Dupont nos envió junto con el “U skub” y el “Douaumont” para que formáramos una pequeña columna y atacáramos de frente la prisión de Fresnes. Yo iba adelante como cabeza de escuadra. Conmigo viajaban en el tanque Roche, un joven muy alegre de ojos azules, que era el artillero del tanque; Harry Jacques, un teniente que era mi comandante; George Landrieux y un auxiliar cuyo nombre no recuerdo. Nerviosos, porque sabíamos que nos estaban esperando, avanzamos disparando contra cualquier cosa que se moviera. Con varios cañonazos logramos abatir a unos francotiradores alemanes que disparaban desde la parte alta de unos tanques llenos de agua. Algunos civiles voluntarios nos iban indicando: “Por aquí…por aquí muchachos, por aquí, tranquilos que no hay peligro, sigan, sigan muchachos”. Nosotros nos dejamos guiar por ellos, y no sé si de buena o de mala fe, nos llevaron derecho hacia la trampa del enemigo.
La Avenida de la República tenía cinco calles y todas desembocaban en la puerta principal de la prisión de Fresnes. Allí estaban recluidos los soldados alemanes que habían cometido algún acto de indisciplina y tan pronto supieron que nuestras tropas llegaban, los jefes nazis los pusieron a defender la cárcel.
La terrible explosión
Pierre prosigue: “En la puerta principal había una batería de 88 milímetros con un cañón de doce o quince metros de largo, reforzada con 2 tanques. Toda la ciudad estaba rodeada con ese tipo de armas alemanas. No había blindaje que resistiera sus disparos, porque perforaban y explotaban. De pronto la “88” disparó y nos dio de lleno. Mi tanque dio una voltereta en el aire y cayó nuevamente. El calor dentro se hizo insoportable y sentí que se me achicharraba la cara. La explosión le arrancó las piernas al artillero Roche y salpicó todo de sangre y carne. Él salió del tanque apoyándose en las manos y los pedacitos de piernas que le quedaban. ¡Fue terrible!, la cabeza de Landrieux voló en mil pedazos y el teniente y el quinto compañero, envueltos en llamas, gritaban. Me salvé porque el espaldar de mi asiento era blindado y no recibí el impacto de frente, pero a los pocos segundos una ráfaga de ametralladora me alcanzó en las piernas y en el brazo derecho. Mi reacción inmediata fue apretar el botón que lanzaba el asiento hacia arriba, para poder salir por la puerta. Ese día la suerte estaba conmigo porque la pude abrir. Cuando caí en el piso de la calle mi overol estaba incendiado, parecía una tea humana y me eché a rodar para apagar las llamas. Los alemanes, desde la puerta de la cárcel, vieron que el tanque se apagó sin explotar y enviaron a una patrulla para que con granadas de mano lo hicieran volar. Como mi brazo derecho estaba estropeado, con la mano izquierda tomé la pistola y como pude la monte utilizando la boca. Los dientes se partieron con el esfuerzo. Ellos me creían muerto…y cuando los tuve cerca disparé matando a varios. Los demás regresaron corriendo. En ese momento hubo un contraataque y llovía plomo al rojo vivo. Cuando menos pensé y más solo me sentía, Molina apareció al lado mío.
Molina había muerto
-¿Qué sucedió entonces?
Yo estaba herido en las piernas y sentía un dolor inmenso, no tenía huesos rotos y pude correr con Molina para meternos bajo el cobertizo de una casa que estaba como a cincuenta o sesenta metros. Tan pronto entramos un obús explotó en la parte de arriba y muchos maderos incendiados cayeron sobre nosotros. La muerte no me quería dejar. Pierre descarga las manos sobre las rodillas y continúa.
Nuevamente se me volvió a prender la ropa y me tocó apagarla a mí solo porque para entonces Molina ya estaba muerto bajo los maderos. Allí permanecí unos minutos que me parecieron eternos, mientras llegó un cuerpo de socorro. Cuando me habían recogido, desde la camilla vi al capitán Dupont, tambaleándose y con la cabeza llena de sangre. Estaba como inconsciente y sostenía la pistola en una mano. Hice que me acercaran a él y con la mano izquierda le quité el arma y la tiré lejos. Luego lo obligué a sentarse en la camilla y abrazados nos fuimos para el hospital, sin saber que esa noche él moriría a mi izquierda y Roche a mi derecha.
Me enterraron con honores
-En “¿Arde París?” dice que su recuperación duró tres meses aproximadamente, que al salir del hospital usted se fue a visitar las tumbas de sus compañeros caídos en combate y con gran sorpresa encontró que en una de ellas estaba registrado su nombre…
Pierre revive el drama accionando las manos:
A Molina, que era español, le encontraron mis papeles porque él los recogió cuando a mí se me cayeron al saltar del tanque. Al morir él no llevaba los papeles y como le encontraron los míos se confundieron y lo enterraron con mi nombre. –Pierre hace una pausa-. En el hospital no terminaron mis aventuras, porque dos veces dieron la orden de que me amputaran el brazo. Y como dicen popularmente en Francia: “me salvé por un pelo de rana”. La primera vez, antes que llegaran las enfermeras me comí el papel y, como no encontraron ningún registro, no sabían qué hacer conmigo. Había muchos heridos y me dejaron en paz. La segunda vez, cuando ya me lo iban a quitar estando en un hospital cerca de Orleáns, llegó la orden de que los heridos de la Segunda División Blindada debíamos ser concentrados inmediatamente en París. Esa fue mi salvación, porque en París se consiguió penicilina y los norteamericanos, con una operación y un buen tratamiento, me lo recuperaron totalmente.
-¿Su familia en México se enteró de su muerte?
Sí. Mis compañeros enviaron un cablegrama diciéndoles que yo había muerto y me habían enterrado con todos los honores. Mis hermanos escondieron el cablegrama para que mi madre no se enterara. Después una hermana mía, que era monja en Nueva York, supo que yo estaba vivo, que ni siquiera era prisionero. Que sólo estaba quemado y había perdido un brazo. ¡Imagínese usted, casi nada, según ellos! Se ríe un poco.
Finalmente me casé y regresé a México en la Navidad de 1945.