El primer ramalazo fue cuando le pidió a los miembros de la Iglesia que no se apegaran al relumbrón y dejaran el afán por los lujos. De hecho, predicó con el ejemplo de su humildad tanto para habitar en un modesto apartamento como andar en un carro tipo «amigo fiel». Tal vez algunos le hicieron caso y vendieron el Mercedes Benz.
Después ha seguido en sus toques de mesura y espíritu cristiano. Quiere que sus modernos apóstoles vayan a la calle, se mezclen entre el pueblo y entiendan sus necesidades. Que se bajen del púlpito y establezcan cercanía con la gente.
Ahora clama porque tengan misericordia en el confesionario, que dejen la soberbia y se olviden del rejo. Aquí se podría decir que algunos parecen listos para dar látigo y no para ser indulgentes.
«Si tú, cura, no crees que puedes ser misericordioso, pues dile a tu obispo que te dé un trabajo de administración, pero no bajes a confesar, por favor. Un cura que no es misericordioso hace mucho daño en el confesionario. Da bastonazos a la gente». Fue el consejo perentorio y paternal a un grupo de religiosos.
A la hora de escuchar sus palabras y ver sus ejemplos, me viene a la memoria otro episodio anécdótico de origen familiar. No resisto la tentación de contarlo.
La abuela estaba lista para asistir a la eucaristía dominical, y mientras llegaba la hora veía como su nieta, activa e inquieta al estilo de cualquier pequeña que todavía no ha cumplido los 5 años, iba de un lado para otro por el pasillo de la parroquia, en medio de pequeños saltos y tarareos infantiles.
En cierto momento la llamó y le dijo que aprovechara la oportunidad para jugar cuanto quisiera, porque una vez comenzara la misa ya tendría que permanecer sentada, muda y quieta.
Le explicaba la recomendación y expresaba que al padre no le gustaba que los niños anduvieran sueltos por ahí, o hicieran algún tipo de ruido mientras dirigía el oficio religioso. Era capaz de suspender los ritos. «Mija, él como que no ha leído esa parte de la Biblia en la que Jesús dice dejad que los niños vengan a mi…»
En esas estaba cuando sintió, como choque electrico, una mirada profunda a sus espaldas. Vio que era el sacerdote «regañón» y no tuvo más remedio que reafirmar sus palabras: «sí, padre, eso dice la Biblia. Los niños son los preferidos del Señor. Usted debe saberlo»
No hubo reacción alguna. El cura la miró, le puso la mano derecha sobre uno de sus hombros y se fue.