Por: Juan Restrepo
Coincidiendo con el secuestro del general Rubén Darío Alzate por parte del frente 34 de las FARC, El Tiempo publicó un informe sobre la presencia de bandas armadas en Colombia, en donde aparece más de la mitad del país copado por bandas criminales. Dos asuntos en principio sin nexo alguno que tienen, sin embargo, algo en común.
Por su parte, en el recuento que hizo la revista Semana del secuestro del general Alzate, queda patente la actitud gansteril de Edison Tapias, uno de los cabecillas de ese frente guerrillero. Por las fotos del personaje, fusil en mano, gruesa cadena de oro al cuello y actitud prepotente, se diría de él que nada tiene que envidiar a un capo mafioso.
Los comerciantes de Chocó cuentan que ese frente de las FARC ha fijado el monto y la periodicidad en que deben pagar la extorsión mensual so pena de ser secuestrados y tener que pagar por su liberación una cantidad ocho veces superior. Los reincidentes en esa “falta” se exponen a una bomba como la que explotó en un mercado de Quibdó el pasado mayo dejando un saldo de cuatro muertos. Allí las FARC operan igual que las bandas que hoy se disputan territorialmente la capital chocoana.
En La Habana el gobierno colombiano y la guerrilla hablan en términos trascendentales de reparación a las víctimas, participación política y equidad en el reparto de tierras; entre tanto, en las regiones aisladas de Colombia como Chocó, la dura realidad es la que imponen las bandas armadas que operan y seguirán dictando su ley quién sabe por cuántos años, por más acuerdos de paz que se firmen.
Y es que a los colombianos se les suele olvidar que el país lleva en un carrusel de procesos de paz, entrega de armas, aparición de nuevos grupos armados y nuevos procesos de paz desde hace más de 60 años, desde que en 1953 los grupos liberales entregaron las armas. Luego surgió la guerrilla de las FARC con la que los diversos gobiernos han negociado en los últimos 32 años con idéntico resultado: un fracaso tras otro, siempre el mismo incumplimiento de promesas de no seguir secuestrando y el posterior fortalecimiento de la guerrilla.
Aunque esta vez parece haberse avanzado como nunca para llegar a un acuerdo, también en el presente proceso de conversaciones en La Habana entre el gobierno de Santos y la guerrilla, las FARC han prometido no secuestrar y entre enero y septiembre de este año, han secuestrado 22 personas.
Y es bueno recordar que entre un proceso y otro con las FARC a lo largo de los años, aquí se ha negociado además con la guerrilla del M-19, con los paramilitares y hasta con Pablo Escobar; a quien se le construyó una cárcel que era un hotel de lujo desde donde siguió delinquiendo, esto después de habérsele permitido meter la mano en la Constitución colombiana que se redactó en 1991.
De personajes como el arriba mencionado Edison Tapias, que además abundan dentro de la guerrilla, difícilmente puede esperase que entreguen las armas, se reinserten en la sociedad y terminen manejando un taxi en Bogotá. Pasará con ellos lo mismo que ha pasado con los paramilitares que se “desmovilizaron” en 2003, ya no se llaman paramilitares y gran parte de sus componentes integran hoy Urabeños y Rasrojos.
Resulta ingenuo pensar que el negocio de la cocaína, que ha alimentado a la guerrilla y a las bandas criminales durante todos estos pasados años, va a acabar con la posible firma de un acuerdo de paz en La Habana. Ese negocio seguirá alimentando el bandolerismo en este país; es el costo del pacto con el diablo que hizo la sociedad colombiana aceptando en su momento un problema de cultivo, elaboración y distribución de cocaína que no había aquí.
Según el historiador inglés Eric J. Hobsbawn que estudió a fondo el fenómeno, “el bandolerismo es producto de sociedades atrasadas o precapitalistas, y muy particularmente de los períodos en que dichas sociedades entran en un proceso de desintegración y transición. El fenómeno tiende por tanto a desaparecer con la modernización económica y política…, con la expansión de las vías de comunicación y la creciente eficacia de la administración pública”.
De donde debemos deducir que Colombia, con su falta de infraestructuras, con la corrupción de su clase política, con las carencias en la administración de justicia y con el endémico mal del bandolerismo, es un estado premoderno.