Por: Rufino Acosta
Cuando tenía unos ocho años de edad, nuestra casa estaba en Buenos Aires, una especie de barrio grande de Fundación (Magdalena), al otro lado del río. De vez en cuando nos aventurábamos, al lado de mi hermano Orlando Alberto (Q.E.P.D.), el mayor, siempre osado para todo, a correr detrás de los vagones del ferrocarril que venía desde Santa Marta, después de atravesar la zona bananera, para tratar de alcanzarlo y hacer el paseo de rigor hacia el vecino de las calles que arden. Eran travesuras peligrosas, porque nos exponíamos a una caída, un resbalón u otro accidente propio de tales peripecias en ese " diablo al que le llaman tren", como lo inmortalizó el maestro Escalona.
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