Camacho nunca fue ambicioso. Por eso, aunque empezó a trabajar a los diez años, en el momento de morir sólo tenía la vida.
Se casó muy joven con una buena chica, que no entendió cómo las urgencias sexuales llevaron a Camachito frente a los altares, a escuchar con resignación las prédicas de un cura, a beber una copa de champaña y a ejercer de inmediato, con el visto bueno de la sociedad y el beneplácito de las sanas costumbres, la gimnasia amatoria que, del placer, fue derivando a la cotidianidad, luego al aburrimiento, más adelante a la resignación y ya al final de su tiempo al fastidio. A tal punto, que cansado de repetir la misma función de títeres resolvió cerrar el teatro. Es decir, se separó de su mujer y le dejó lo poco que poseían, para empezar de cero. Porque Camachito no le tenía apego a los bienes materiales, y siempre trabajó para dárselos a otros.
En el curso de su relación tuvo tres hijos, que hicieron lo mismo que todos: le pidieron gran parte de su vida en cariño, educación, ropa, drogas cuando estu¬vieron repetidamente enfermos, impulso. Y cuando ya pudieron volar solos se fueron dejándolo sin nada entre las manos ni entre los bolsillos. Camacho los amó con tristeza, sabiendo que los hijos siempre son prestados y que viven esperando el menor descuido para tomar su propia senda. Los vio alejarse, y sintió que también respecto a ellos debía empezar de nada.
Ya pasada la cincuentena se dejó conquistar por una mujer, y decidió ensayar el reencauche. Porque el hombre, a través de la vida, no hace otra cosa: ensayar su representación para ver si le sale mejor. La mujer lo puso a trabajar para que le diera casa, carro, muebles, ropa. Camachito, que siempre trabajó a destajo, como solía decirse; o al free-lance (término que el desempleo crónico del país había puesto de moda), comenzó otra vez a desarrollar sus actividades de dibujante publicitario. Pero ya habían surgido nuevas técnicas y sobre todo nuevas generaciones, que en su deseo de ganar dinero rápido y fácil lo hacían barato y a las carreras. Por eso se vio relegado a una discreta segunda categoría que escasamente le dejaba margen para sobrevivir.
Camachito no tenía nada propio, nada suyo. Tal vez una hipertensión descuidada y una artritis gotosa crónica: las dos únicas pertenencias que no le habían quitado.
Y una tarde, al regresar del trabajo, agobiado y decepcionado de todo, un infarto le salió al paso y afortunadamente lo mató.
Claro, a un muerto hay que enterrarlo. Pero la esposa no quería saber nada del infiel; los hijos, que habían dejado de hablarle cuando intentó tomar una segun¬da oportunidad, prefirieron mantenerse alejados; y la amante escurrió delicadamente el bulto. Pero viendo que las horas pasaban y que era necesario (como pensarían los asesinos) esconder el cadáver, cada uno cedió un poquito, dio un óbolo minúsculo, y le alquilaron un cajón que le quedó demasiado chico. Cosa que no importaba porque el ataúd no era para la eternidad sino para un rato, mientras lo incineraban.
Pasada la cremación les dieron una caja pequeña con unos restos blancos: las cenizas de Camacho. Y, claro, nadie quería recibirlas. Por fin la esposa se hizo cargo de ellas, y las colocó encima de la chimenea del apartamento que su marido le había dejado al separarse, para disimular un desconchado que, sin el cofre, se habría visto feísimo.
Pocos meses después, al reorganizar la vivienda para ampliar la sala, la caja con las cenizas fue a parar al patío trasero, donde los gatos del vecindario se daban cita para sus orgías. Una pareja en celo se dedicó con demasiado ahínco a sus correteos sexuales; así el cofre cayó al suelo, y las cenizas se esparcieron al viento.
Camachito había dejado de servir de algo a alguien. Por eso la vida se lo entregó a la muerte, para que comenzara a descansar en paz.
quisiera saber donde consigo un cuento de FERNANDO SOTO APARICIO que se llama EL BOSQUE…